Santos: Alberto Magno, obispo y doctor de la Iglesia, patrono de industrias químicas, droguerías, plásticos, etc. Eugenio, obispo y mártir; Félix, Evodio, Escutario, Armentario, Aurelio, Flaviano, Macuto, Leotadio, Malo (o Macrovio), Lupero, obispos; Leopoldo, confesor; Abibo, diácono y mártir; Segundo, Fidenciano, Varico, Ugrio, Samonas, mártires.
Con dos calificativos lo denomina la historia. El primero es «magno» por la gran estela que dejó tras sí con su enciclopédico saber; el segundo es «mago» y en París se le puso como nombre a la calle próxima donde ejerció su docencia con una intención basada en facetas ciertas de su vida, pero con una cierta ironía y sarcasmo. Yo prefiero llamarlo «magno» porque es más noble, menos confuso y nada tendencioso. Perteneció a la familia de los Bollstaed. De hecho, su padre consumió su vida en servicio al emperador. Nació en Launingen en 1206, en el castillo que tenía su familia a poca distancia de la ciudad; el territorio pertenecía a la Suevia bávara, a orillas del Danubio.
Despierta con su juventud un espíritu vivaracho, observador y bastante independiente que lo hace tener módulos distintos de los comunes y apuntan a un instinto contestatario. No solo no se siente inclinado a la milicia que siempre vio en su entorno familiar, sino que explícitamente se muestra contrario a las armas. Marcha a la universidad de Padua a meterse de lleno en el aprendizaje de las artes liberales Trivium y Quatrivium.
Conoció allí a los dominicos que eran una fundación reciente y, según corrían las voces en el ambiente universitario, con un talante distinto de lo conocido hasta entonces. Fundada por el español Domingo de Guzmán, recientemente muerto, ahora mandaba Jordán de Sajonia con un enorme prestigio en el mundillo estudiantil. No solo los quiso su fundador pobres, piadosos y fieles; los quería, además, bien preparados intelectualmente para poder meter el Evangelio en el escurridizo terreno de los sabios.
Ese doble aspecto le hizo tilín a Alberto y terminó cayendo en las redes de Jordán; también le animó a salir de su indecisión el recuerdo de un sueño en el que la Virgen le animaba a hacerse dominico. Ello pudo hacerse sin menoscabo de la asistencia a la universidad, alternando el novicio Alberto los estudios civiles con los eclesiásticos.
Al terminar sus estudios comenzará la docencia en la cátedra universitaria que será el nervio de toda su vida con las interrupciones que supusieron tanto las labores administrativas eclesiásticas, cuando fue superior de los dominicos alemanes, como cuando le imposibilitaron la enseñanza las atenciones pastorales a los fieles de Ratisbona por hacerlo su obispo; por cierto, en esta época tuvo también que mediar en los problemas políticos de los nobles de su tiempo buscando la paz.
Fue enseñante en la universidad de Colonia. En su propio convento montó un laboratorio experimental que lo mismo era un taller mecánico, una cueva de alquimista, o un recinto donde estudiar física y química; hizo falta la tenacidad y paciencia de un monje y el apasionamiento de un sabio para conocer bien las propiedades de los elementos naturales y sus reacciones químicas, las condiciones y utilidades de las plantas y de los animales. Allí estaban presentes las leyes de la física y de la química; solo faltaba llegar a conocerlas, formularlas y aplicarlas. Aglutinó en torno a su persona un amplio grupo de alumnos que le acompañaban en el esfuerzo de arrancar secretos a toda la naturaleza, aunque para ello hubiera de salir en búsqueda científica por parajes lejanos sin pararse a pensar que pudieran ser difíciles o peligrosos.
Pero la principal faceta no es la de catedrático e investigador. El matiz que lo trae al santoral ni siquiera es su condición de filósofo apasionado buscador de la verdad; es su condición de santo. Absolutamente convencido de que todo lo perteneciente al cosmos es obra divina, sabía que tras cualquier ser de la naturaleza se escondía la sabiduría, el poder y la bondad de Dios. La más pequeña e insignificante de sus investigaciones era un peldaño que le ponía más cercano al Creador. Cuando se propuso escribir los veinte volúmenes de su Summa de creaturis se fija como fin terminar escribiendo de Dios. Dejó también distintos opúsculos pequeños impregnados de amor, como sucede en los Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo y en los Comentarios a la Biblia.
No terminaré sin relatar su influencia en Santo Tomás de Aquino. Lo tuvo Alberto como discípulo en Colonia, intuyó la riqueza que Dios derrochó en él, lo cuidó con especial esmero, le orientó a la docencia en la cátedra de la universidad de París, que era la más alta de la cristiandad. El Doctor Angélico murió antes, y Alberto –ya anciano– tomó a su cargo la defensa de las obras del Aquinatense cuando algunos profesores parisinos quisieron quemarlas a su muerte. Menos mal, para bien de la Iglesia y de la humanidad. Lo declararon Doctor de la Iglesia en el año 1931.
El santo sabe unir en su única vida la ciencia y la fe, hermanándolas, porque una y otra son verdad y consecuentemente proceden de la Verdad radical primera, tienen la misma fuente y el mismo fin. Además, el santo sabe transmitirla a los suyos sin engreimiento personal viendo en la ciencia un servicio al prójimo. Así lo hizo con bondad y paciencia el Doctor Universal.