Fiesta de María Reparadora. Santos: Atanasio, obispo y doctor de la Iglesia; Videmial, Eugenio, Longinos, Germán, obispos y mártires; Félix, diácono y mártir; Flaminia, Saturnino, Neópolo, Germán, Celestino, Exuperio, Ciriaco, Teódulo, Florencio, Eugenio, Zoe, Simplicio y Ambrosio, mártires; Valentín, obispo; Antonino Pierozzi, confesor; Daniel, monje; Guivorada, penitente; Mafalda, beata.
Este personaje inflexible, protagonista de más de medio siglo de la historia de la Iglesia, personifica la perseverancia en la lucha de la ortodoxia frente a la herejía de Arrio.
Desde la paz de Constantino hasta la aceptación de Teodosio como religión oficial pasaron muchas cosas. El primero se convirtió; con él se puso fin a la persecución sangrienta de los que profesaban la fe cristiana; pero el emperador continuó con adherencias paganas –siguió ostentando (es solo un detalle) el título de Pontifex Maximus– y pagana seguía siendo la corte, la sociedad y la cultura, las costumbres y las instituciones tradicionalmente orientadas al culto a los ídolos.
Hubo muchos que se acercaron al bautismo cristiano por cálculo y oportunismo sin hacerse una idea exacta de lo que debía suponer la nueva fe para el cambio de sus vidas. Como, de hecho, seguir a Cristo y ser en serio de los suyos supone posponer todo, llegaron los conflictos al pretender ser cristianos manteniendo una vida al estilo pagano, amándose a sí mismos; comenzó a colarse un cristianismo rebajado, condescendiente, contemporizador. Por otra parte, los emperadores bizantinos quieren manejar la Iglesia, empleándola como fuerza para sus planes políticos, apoyados por cortesanos que quieren medrar. Además, está el acreditado saber de la prestigiosa cultura griega al que todos quieren rendir culto y no todos entienden. Se producen tensiones entre Occidente y Oriente. Y para colmo de males, Arrio ha rebajado al Verbo a nivel de criatura. En ese entorno es donde se sitúa Atanasio con su realismo evangélico. Ahora se verá por qué la Historia le ha aplicado el calificativo de «Grande».
Nació en Alejandría (Egipto) al final del siglo III. Lo hizo clérigo Alejandro –el arzobispo de Alejandría que luego será santo–, lo formó en la sana doctrina, le ordenó lector de su catedral, después será diácono y secretario suyo.
Ya en el año 320, un concilio provincial en Alejandría con los obispos de Egipto y Libia condenó a Arrio por sus extrañas doctrinas divulgadas entre teólogos y con aire de maestro. Era un párroco experto en Sagrada Escritura, de unos sesenta años, majestuoso, alto y fuerte, lleno de ambición por anhelar sentarse en la sede de Alejandría.
¿Qué enseñaba? Casi nada: Que el Verbo encarnado no es igual al Padre; que solo es la primera y más maravillosa criatura; que está entre Dios Creador y la creación manchada; que es hijo adoptivo de Dios y no de su misma naturaleza, aunque creador del mundo. De este modo destruía la doctrina revelada sobre la Trinidad, aniquilaba la cristología, anulaba la Encarnación y no había Redención, que se efectuaba solo –decía Arrio– por la doctrina y el ejemplo de Cristo. Aquella doctrina era imposible de conciliar con la verdadera fe. El filo peligroso era que solo los intelectuales podían comprender su maldad por los conceptos y terminología empleada; pero los errores que contenía no podían soportarse desde la Revelación. Tuvo que intervenir la Iglesia en defensa de la fe cristiana.
Arrio llegó a granjearse la amistad de muchos obispos con su inmensa actividad política y literaria, principalmente de Eusebio de Nicomedia, creando una situación desequilibrante, con dificultades graves, en aquella zona del Imperio, y haciendo que tanto el papa Silvestre, como el emperador Constantino se viesen forzados a tomar parte. Enviaron al prestigioso obispo de Córdoba, Osio, y convocaron el concilio de Nicea (325) para explicitar la fe en Cristo. Atanasio dio la medida de su fe, de sus conocimientos teológicos y filosóficos, con sagacidad y dialéctica. Esta parte terminó con el destierro de Arrio, después de proclamar la fe en la divinidad de Cristo, consubstancial al Padre.
Pero, cuando lo nombraron metropolitano de Alejandría a la muerte de Alejandro, se pusieron de pie todas las intrigas de los arrianos –Eusebio de Nicomedia, los melecianos, Gregorio, Jorge de Capadocia– y los intereses de los emperadores –Constantino, Constantino el Joven, Constante, Juliano el Apóstata y Valente– que buscaban el apoyo del arrianismo, siempre más flexible con el poder temporal. Atanasio fue desterrado por cinco veces; de cuarenta y cinco años de obispo, pasó diecisiete de destierro: dos en Tréveris, siete en Roma y el resto en las cuevas del desierto egipcio. Fue, sin fisuras, el bastión de la fe de la Iglesia en Cristo, mientras que el arrianismo tomaba carta de ciudadanía en todo el Imperio, que estuvo en esta clarificación de la cristología balanceándose entre los sínodos de Alejandría, Nicea, Sárdica, y los contrasínodos de Tiro, Antioquía, Filiópolis, Arlés, Aquileya y Milán.
Sus obras teológicas, la exégesis bíblica, los escritos de espiritualidad y las cartas proporcionan un material considerable. En algunas de ellas se muestra duro, poco compasivo, desconsiderado y hasta hiriente con sus adversarios; pero tampoco ellos fueron con él excesivamente delicados cuando le acusaron ante el emperador de haber asesinado al obispo Arsenio, después de haberle cortado una mano, intentando desviar los bienes materiales que habían de engrosar las arcas imperiales en provecho propio –menos mal que Arsenio salió de su retiro monástico en el desierto y pudo desmentirse toda la calumniosa trama–, ni cuando pagaron dinero a una prostituta para que declarase que Atanasio había intentado violarla.
La apasionada exclamación del cardenal Newman sobre este pastor docto y santo –quizás después de haber rezado muchas veces el Símbolo Atanasiano– es clara: «Este hombre extraordinario es, después de los Apóstoles, el instrumento principal del que Dios se sirve para dar a conocer la Verdad al mundo».
Y es que la fe no es moneda de cambio; hay obligación de defenderla aunque cueste la vida; el cristiano sabe que es preciso resistir con firmeza inquebrantable ante las amenazas, coacciones, los halagos y destierros.