Santos: Astiero, confesor; Plácido, Eutiquio, Victorino, Donato, Firmato, Flaviana, Palmacio, mártires; Caritina, virgen y mártir; aurea, Flavina, Flora, Faustina Kowalsca, vírgenes; Froilán, Gala, Apolinar, Atilano, Diviciano, Marcelino, Masalvio, obispos; Traseas, obispo y mártir; Tranquilino Ubiarco Robles, sacerdote y mártir; Firmato, diácono; Mauro, Plácido, Simón, monjes; Aimardo, Mauricio, abades.
Son hombres que la gracia de Dios forja en la España medieval en el difícil siglo IX. A los cristianos les amenaza el aniquilamiento del que se librarán con la reconquista del suelo patrio de manos de los árabes y con la inmensa obra de colonización siguiente. Cada palmo yermo había que labrarlo y roturarlo. A los hombres y mujeres habrá que infundirles el espíritu, el carácter, la cultura y la pasión de la España cristiana que estaba renaciendo con sello nuevo tras los montes cántabros.
Froilán. Un contemporáneo cuyo nombre desconocemos escribió su biografía. El diácono Juan la copió, en el 920, a 15 años de su muerte. Depurada de adherencias legendarias comunes a los relatos de las vidas de santos del medievo, se sabe que nace en el 833 en Lugo. Se prepara para el sacerdocio según los usos del momento. Su vida espiritual hace crisis: ¿pastoral activa o eremita? Decide la segunda. Mientras goza de su paz, estalla la persecución en la España musulmana contra los cristianos. Era el año 850 y Córdoba engrosa su martirologio. Siente en sus venas la necesidad de hacer algo y se pregunta si deberá permanecer por más tiempo en la soledad de los montes ante la nueva situación. Conocido el querer de Dios, se lanza a predicar por los poblados y ciudades.
Pocos datos, y algunos improbables. Pero los ciertos bastan para destacar la personalidad eminente de uno de los obispos españoles de los difíciles años de la Reconquista.
Nace en Tarazona, hacia el 850, de familia noble. A los 15 años está ya en el monasterio. Ordenado sacerdote y dedicado a la pastoral activa, destaca como predicador. Sin embargo, Atilano anhela la vida solitaria de oración y penitencia. Para eso busca un maestro experimentado que es ardua tarea en el siglo IX ya que, por testimonio de Odilón de Samos, que inspeccionó por mandato de Ordoño I la vida eremítica en Galicia, se sabe que había de todo entre los solitarios, incluso eremitas que hacían de espías para el mejor postor. Acertó en la elección: Un monje predicador y al mismo tiempo solitario llamado Froilán, que no era sacerdote, ni amigo de honores y alabanzas.
Ambos se apartan en la montaña del norte de León, cerca de Valdorria, y ya estarán juntos siempre… hasta que sean obispos. Con ansias de soledad que pocas veces pudieron disfrutar.
Su fama de santidad y el rumor extendido en la comarca hace que hombres y mujeres de todas partes acudan a la zona del Curueño para escuchar de ellos la Palabra divina.
Por las peticiones insistentes de las gentes del pueblo, se ven obligados a levantar un monasterio en Veseo que llegó a contar en la época de los santos hasta 300 monjes que seguirán la regla de San Fructuoso o San Isidoro.
Fama que llega a toda España. La corte de Oviedo, Alfonso III el Magno colma de honores al abad Froilán y le faculta para construir monasterios en su reino. Era la hora de impulsar la labor colonizadora soñada. Las fronteras del reino astur-leonés llegaban hasta la línea del Duero. Zamora, Toro y Simancas son fortalezas que vigilan los posibles asaltos árabes al reino cristiano. Las tierras fronterizas a ambos lados del río estaban despobladas y devastadas por los reyes asturianos. Lo exigía así la táctica militar. Pero había que ir empujando la frontera más abajo y en la zona del Duero era preciso levantar los poblados destruidos y explotar las tierras abandonadas. Esta preocupación regia hermanaba con el deseo evangelizador de Froilán y Atilano: los monasterios podrían ser la fuerza cohesiva capaz para la colonización. El monasterio había de ser una organización a cuyo amparo se acogieran las gentes, enseñaran las artes de la paz e infundiera el espíritu de cruzada en la guerra de reconquista.
Cuando se asientan las posiciones fronterizas por la derrota de Almondhir, cerca de Benavente o de Zamora, se comienza su reedificación y repoblación. Los santos Froilán y Atilano fundan el monasterio doble de San Salvador de Tábara, que llega a reunir hasta 600 religiosos, hombres y mujeres, con separación completa, sometidos a severa disciplina.
Esto facilita la labor colonizadora y cultural, además de religiosa. Los campos se roturan y cultivan al abrigo del monasterio donde se alaba a Dios, se reza, se estudia, se copian libros hasta llegar a ser, en el siglo x, el más refinado escritorio. Allí ejercen los arquitectos, pergamineros, pintores, miniaturistas que elevan el alma, y se desarrollan los oficios y el arte.
Y a orillas del Esla fundan otros pequeños cenobios. Culminan sus fundaciones en Moreruela. Se levanta allí un gran monasterio, en lugar alto y ameno, que alberga a 200 monjes. Luego será enriquecido con privilegios por Alfonso VII, Fernando II y el Papa Alejandro III y, ya en el siglo xii, cuna del Cister en España. Son contemplativos al tiempo que poseen un dinamismo emprendedor. Fueron consagrados Obispos el mismo día de Pentecostés del año 900. El abad, Froilán, será obispo de León hasta su muerte, en el 905; el prior, Atilano, será el obispo de la repoblada Zamora, gobernándola con sabiduría y bondad hasta el 5 de octubre del 919, que fue su muerte.