Santos: Bartolomé, Apóstol; Tación, Cándido, mártires; Áurea, virgen y mártir; Jorge Limniota, monje; Audoeno, Patricio, Tolomeo, Román, obispos; Eutiquio, discípulo de san Juan; Patricio, abad; Juana Antida, virgen; Emilia de Vialar, fundadora de las HH. de S. José de la Aparición.
Con absoluta certeza solo sabemos su nombre; casi podríamos decir que es un Apóstol desconocido a causa de los poquísimos datos evangélicos que tenemos de él.
Aparece mencionado en las cuatro «listas» de Apóstoles, tanto la de los Hechos como en las de los Sinópticos. San Juan, que no pone en su Evangelio ninguna lista de Apóstoles, no lo nombra en su producción literaria sagrada.
Pero a partir de los datos neotestamentarios, los estudiosos antiguos tomaron pistas para esclarecer más su personalidad y llegaron a conclusiones, generalmente bien aceptadas por la crítica moderna, inclinándose a identificarlo con otro personaje que está presente en el Evangelio y que se llama Natanael. Verás.
Natanael sí que es colocado por Juan dentro del círculo de los más íntimos de Jesús y esto ya es un buen indicio. Como es amigo de Felipe, este le habló de Jesús afirmando su mesianidad y recibiendo por parte de Natanael respuesta un tanto despreciativa por ser Cristo de Nazaret y de allí «nunca salió nada bueno»; pero Felipe tendrá el gesto de facilitarle una entrevista con Jesús y se lo presentará; el Señor, nada más verlo, hace de él un elogio: «este es un israelita en el que no hay engaño». El encomio es tan significativo que daría la sensación al lector cristiano para el que Juan escribe su Evangelio de quedarse incompleto y extraño de no tener ninguna respuesta posterior (parece como si la respuesta digna esperada fuera el llegar a ser incluido en el grupo apostólico); el relato joánico terminará con una explícita y rotunda confesión de fe de Natanael, cuando el Señor le diga –misteriosamente para nosotros– que le vio «cuando estaba debajo de la higuera». Además, esta escena sucede solo tres días antes del primer milagro de Jesús en las bodas de Caná de Galilea, realizado con la consecuencia de un fortalecimiento de la fe de sus discípulos en Él y, casualmente, Natanael es natural de Caná.
La segunda vez que Juan mencionará a Natanael será en el episodio pospascual de la pesca milagrosa que tuvo lugar en el lago Tiberíades, como discípulo presente, testigo de Jesús resucitado, que es condición indispensable para pertenecer al grupo de los Apóstoles.
Así que Juan habla de un Natanael incluido dentro de los íntimos de Jesús y en la privilegiada situación cuyos indicios llevan a poder considerarlo Apóstol, pero que no se menciona en las «listas». Y los otros lugares neotestamentarios incluyen en las «listas» un Bartolomé, ciertamente Apóstol, del que Juan no habla.
Si a esto se añade que Bartolomé es un nombre patronímico –como Barjona, Barrabás o Barjesú– que quiere decir hijo de Tholmaí –nombre que aparece en otros lugares de la Biblia, empleado por Josefo en la forma griega como Tholomaios– y que en las «listas» de los Apóstoles de Hechos y Sinópticos sale siempre emparejado Felipe con Bartolomé, se puede llegar bien y sin forzar los textos de que Bartolomé y Natanael son la misma persona con dos nombres distintos: un patronímico (Bartolomé –hijo de, Tholmaí–) y otro propio (Natanael –don de Dios–), como sucede de modo innegable con el nombre propio Simón que también es denominado con el patronímico Barjona o hijo de Jonás.
Y ya no se sabe más; solo que era un alma noble, sin dobleces ni recovecos y lo común con los demás Apóstoles, después del acontecimiento de Pentecostés en el que estuvo presente: el trajín por los pueblos y campos acompañando a Jesús; la existencia pobre –a expensas de las limosnas que les daban–, pero que bien valía la pena disfrutar con tal de quedarse boquiabiertos por lo que enseñaba aquel rabí joven que les enseñaba el valor del sufrimiento que no entendían; quisquillosos entre ellos porque les gustaba figurar; conscientes de sus limitaciones que les llevaron tantas veces a tener que pedir explicación a las parábolas y a que les enseñara a rezar. A pesar de todo, Él los hizo depositarios del poder de Dios para extender el Reino.
Para más detalle de su vida y muerte es preciso recurrir a la leyenda y fábula que la hay abundante en la literatura apócrifa. Las Actas de Felipe lo sitúan predicando en Licaonia y Frigia, El martirio de San Bartolomé en el Ponto y el Bósforo, Eusebio dice que evangelizó la India y otras leyendas más seguras dicen que fue por las tierras de Mesopotamia, Persia y Armenia donde murió degollado –quizá por eso sea patrono de carniceros y curtidores– y decapitado luego por el rey en un acceso de ira, después de haber convertido a la fe cristiana y bautizado a la hermana regia.
De ahí sacó motivo la iconografía para presentarlo con pellejo al hombro y cuchillo en la mano, símbolo de su martirio, dejando ver al demonio encadenado –en señal de dominio sobre él– que engañaba a la pobre gente cuando hacía hablar al ídolo Astaroth.
Para sus reliquias también existen caminos a gusto de todos, aunque nada fiables. Unas leyendas dicen que su cuerpo fue arrojado al mar, otros afirman que se trasladó a Mesopotamia, Gregorio de Tours comenta que sus restos llegaron milagrosamente a la isla de Lípari de donde se trasladaron en el 808 a Benevento por temor a los sarracenos. En el año 1000 llegaron a Roma y se pusieron en la isla Tiberina, en la iglesia de San Adalberto, que cambió el nombre por la de San Bartolomé.