Santos: Bernardo, abad y doctor; Adoindo, Máximo, Erberto, obispos; Advino, Amador, Maneto, Donorcio, confesores; Brígida, abadesa; Cristóbal, Leovigildo, Porfirio, Eudosia, Seronio, Severo, Memnon, Lucio, mártires; Filiberto, abad; Osvino, rey; Samuel, profeta.
Este hombre es un ciclón y un contemplativo. Parece como si los dos polos se hubieran dado cita en su grado máximo para estar presentes en la misma persona, que a veces se ve envuelta en torbellinos de agitación y, en otras ocasiones, casi sin solución de continuidad, arrebatado por embelesos de la más alta mística. Todo se encuentra en él en extraña y simpática mezcolanza: es soldado y asceta, político y director de almas, guerrero y apóstol, fundador de monasterios y pescador de vocaciones, místico y mediador de conflictos entre príncipes. Supo conjugar su condición de fraile pío, devoto, recogido y ensimismado en el amor con la de consultor de nobles, obispos y papas. Asiste a concilios, disputa con los herejes y predica la Cruzada; pero supo sacar tiempo para ser también prolífico escritor y predicador de Jesús y de su Madre, Santa María, amados con arrobamientos.
Es un borgoñón nacido en Dijon, cerca de la llamada Suiza francesa. Hijo de Tescelin y Aleta, que tuvieron siete hijos. El padre es oficial del duque de Borgoña y la madre está dentro de la parentela del duque. Por orden descendente, Bernardo hace el número tres. La madre murió pronto.
Hacía poco que Roberto de Molesme había fundado el monasterio del Cister. Bernardo quiere hacerse uno de sus monjes, pero tropieza con la general oposición familiar que las mismas amistades apoyan, cerrando filas. La sorpresa fue mayúscula al llegar a convencerlos a varios para que le acompañasen en la decisión de entrega y son en número de treinta los que van con él a pedir el hábito al abad, al que poco le faltó para el desmayo, porque, en los catorce años de fundación, se mantenían los mismos veintiuno que comenzaron sin que se hubiera aumentado ni siquiera una unidad.
A los dos años de monje, le nombran abad de Claraval, teniendo solo veinticinco años. Es tiempo de abundantes herejías y de desaliento en la Iglesia. Tuvo que intervenir con firmeza y empleando todos los recursos de la dialéctica; pero mostró siempre talante conciliador, dejando puerta abierta y mano tendida al adversario para facilitar la reconciliación, como se vio en la lucha casera entre los cluniacenses (monjes negros) y los cistercienses (monjes blancos).
En el concilio de Estampes, intervino con ocasión del cismático y enojoso asunto del antipapa Anacleto II (Pedro Petri Leonis), apoyado por el duque de Aquitania y Roger de Sicilia, contra el papa legítimo, y logrando que el antipapa se arrodillase y pidiese perdón al verdadero sucesor de Pedro, Inocencio II. Pero esta actitud reverente con el papado no impidió que, con santa libertad, censurara personalmente al papa Honorio por haberse dejado engañar por los diplomáticos franceses, poniendo en peligro a la Iglesia.
Sacó a la luz errores teológicos y demostró con fulminante dialéctica, en el concilio de Sens, diecisiete proposiciones heréticas de Abelardo, que era el teólogo de moda, sobre la Trinidad; pero lo hizo sin humillar.
Ya cansado, y esperando el fin de su vida, le llega otro encargo que convierte en aventura, desplegando una actividad prodigiosa. Tiene ya cincuenta y seis años, pero el papa Eugenio III –llamado también Bernardo– le encarga predicar la segunda cruzada para liberar los Santos Lugares del poder musulmán. Toca a asamblea y reúne en Vécelay al rey de Francia, prelados y caballeros, nobles de todas partes y gente del pueblo; enciende y convence a Francia, Alemania y Flandes; manda emisarios a España, Italia, Hungría y Polonia. Mucho movió para obtener con la pelea unos resultados desastrosos.
Igual que en su juventud se arrojó con decisión impetuosa a un estanque helado para apagar la tentación, puso idéntica fuerza y empeño en la atención y cuidado de pobres, enfermos y menesterosos, atribuyéndose a su intervención diversos milagros de curaciones.
Fue la piedad el motor de toda su actividad, pasando al recogimiento del monje más observante a continuación del ajetreo más desenfrenado. No fueron dos vidas las de Bernardo, sino una sola y plena de amor a la Humanidad Santísima de Jesucristo –síntesis y expresión del amor de Dios al hombre– y a la Santísima Virgen –Madre de Dios y de los hombres–; ante cuya contemplación se encontraba, a pesar de su ciencia, como con un balbuceo embelesante.
En la celebración de su octavo centenario, el 24 de mayo de 1953, el papa Pío XII publica la encíclica «Doctor Mellifluus», afirmando de la enseñanza de Bernardo que «Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos y júbilo en el corazón». De María, desarrolla su papel medianero, afirmando que «nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María», sentando premisas que no podrá desatender la mariología posterior, y condensando para la piedad de los fieles el contenido de la oración Memorare o Acordaos que ya rezaron nuestros bisabuelos.
La producción teológica del Doctor Bernardo no cabe en el espacio que me queda; baste como muestra de sus escritos apologéticos, Apología; de los teológicos, La Gracia y el libre albedrío; ascéticos, Los doce grados de humildad y del orgullo; místicos, Comentarios sobre el Cantar de los Cantares, y los Sermones en las fiestas de la Presentación, Anunciación y Asunción o sobre Las doce prerrogativas de la Virgen María.
El pintor sevillano Murillo (1517-1682) y su contemporáneo asturiano Juan Carreño de Miranda (1614-1685), Goya (1746-1828) y otros inmortalizaron en sus lienzos a Bernardo, expresando con pinceles los éxtasis místicos que la sola palabra es incapaz de expresar.