Santos: Brígida de Suecia, fundadora y Patrona de Europa; Rómula, Redenta, Erundina, vírgenes; Trófimo, Teófilo, Vicente, Apolonio, Eugenio, Primitiva, Rasifo, Bernardo, María, Gracia, mártires; Casiano, Hidulfo, Olimpio, confesores; Apolinar, Liborio, Vodino, obispos; Felipe del Corazón de María, Nicéforo, Zacarías y compañeros mártires Pasionistas de Daimiel (beatos).
La santa sueca; una mujer cuya vida está inmersa en lo sobrenatural, acompañada de todo tipo de visiones, profecías, revelaciones. Como si se pudiera decir que es el juego de Dios, o quizá la paradoja de lo divino, para enseñar dónde se encuentra la verdad. Viene bien, sobre todo, para los que han mirado en los últimos tiempos a Suecia como prototipo de país culto y adelantado, por los que no ven más allá de sus narices llamando ‘el progreso’ a lo que solo lo es parcial.
Aunque en la actualidad sea Suecia uno de los países europeos de más acusada carencia católica, llevaba ya seis siglos de cultura cristiano-romana sobre sus espaldas cuando entró en ella el protestantismo. O sea, que no siempre fue así. Los países escandinavos cuentan con un gran plantel de santos entre los que sobresalen los reyes mártires, patronos muy venerados a lo largo de la Edad Media, de los tres países nórdicos: Dinamarca, cuenta con san Canuto, Noruega tiene a san Olav y Suecia venera a san Eric.
Brígida nació probablemente en el 1030, en Finsta. Su padre era un senador del reino, se llamaba Birger Peterson, y era gobernador de Upland; hombre rico, piadoso y casado con Ingeborg Bengtsdotter, que murió al poco de nacer Brígida, por lo que tuvo que educarla una tía suya, que a su vez estaba casada con el gobernador de Östergötland.
Siguiendo la costumbre de la época, Brígida se casó a los catorce años con Ulf Gudmarson, senador y gobernador de la región de Närke, con quien tuvo ocho hijos en sus treinta años de matrimonio. Facilitó a su esposo el gobierno recto y justo del territorio, y se entregó sin reserva a la educación personal de los hijos. No todos le salieron buenos; pero Catalina estará siempre unida a ella y será la continuadora de la obra de su madre. Brígida fue llamada a la corte cuando la nombraron dama de honor de la reina Blanca, la esposa de Magnus Eriksson. Como era frecuente en su época, peregrinó con su esposo a Santiago de Compostela en un viaje de dos años y que le facilitó conocer ‘in situ’ los dos males de la sociedad de su tiempo con desastrosas consecuencias: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, y el destierro de los papas en Avignon. A la vuelta, su marido entró en el monasterio cisterciense de Alvastra, donde enfermó y murió en febrero de 1344. Con ello empezaba una nueva época para Brígida, plena de intervenciones sobrenaturales, visiones –de Cristo, de la Virgen y del demonio–, revelaciones, profecías, terribles tentaciones contra todas las virtudes, discernimiento de espíritus, que le llevaron a una dinámica acción con papas, reyes, príncipes, nobles, obispos y clero para intentar poner algo de orden en el estado deplorable que padecía la Cristiandad.
En 1345 fundó un monasterio en Vadstena y escribió su Regla. Sería la Ordo Sanctissimi Salvatoris: Orden contemplativa para alabar al Señor y a su Madre, y reparar por los pecados con la contemplación frecuente de la Pasión. El hábito tendría manto gris. Cada monasterio se compone de 85 miembros repartidos entre 60 monjas, 13 presbíteros, 2 diáconos, 2 subdiáconos y 8 legos; todo un simbolismo medieval que representaba a los 72 discípulos del Señor, más los 12 Apóstoles con san Pablo.
Para conseguir la aprobación de la Regla y ganar el Jubileo del Año Santo 1350 se puso en camino hacia Roma en el año 1349. Por revelación tenía orden de evitar Avignon y de permanecer en Roma hasta la llegada del papa. Fueron veinte años de espera paciente acompañada de su hija Catalina, de dos obispos suecos y del eremita Alfonso de Vadaterra que recopilaría su obra como obispo de Jaén. En Roma trabajaron con sus manos para vivir y hacer limosnas; ejercían la caridad, visitaban las piedras santas, instruían a los pobres y extranjeros. Brígida, enamorada de la humanidad de Cristo y, por tanto, de la Eucaristía, practicaba el ayuno con grandes penitencias corporales, siempre durmió en el suelo. Su estilo chocaba fuertemente con el espíritu mundano de la Roma del siglo xiv, que la llamó «bruja escandalosa» por sus continuas llamadas a la rectitud moral. Cuando vino el papa Urbano V, aprobó la Orden pero no le hizo caso en lo de residir en Roma, regresando de nuevo a Avignon… y murió como le había avisado.
Muere en Roma, el 23 de julio de 1373, al regreso de la peregrinación que hizo con Catalina a Tierra Santa, donde tuvo más revelaciones sobre la vida no-narrada –conocidas por Revelaciones y por Revelaciones Extravagantes– de Cristo, que luego inspiraron las obras de muchos artistas.
Su entierro en San Lorenzo in Panisperma fue temporal. Catalina y su hermano Birger Ulfsson trasladaron sus restos a Suecia; pero hasta que lo depositaron en el monasterio de Vadstena el 4 de julio de 1374, pasaron atravesando Europa –incluidas Viena y Czestochowa–, predicando una misión itinerante mientras daban a conocer las revelaciones de Brígida, ratificada con los milagros que Dios iba haciendo y que fueron solo un anticipo de los que luego se realizarían junto al sepulcro de Brígida.
Otro dato curioso por infrecuente fue su «triple canonización». Me explico. Catalina se fue a Roma en 1375 a gestionar la canonización de su madre, pero murió sin conseguirlo. La canonizó el papa Bonifacio IX en el 1401; ratificó la canonización el antipapa Juan XXIII, en 1415, en el Concilio de Constanza; legitimó la canonización Martín V, ya Sumo Pontífice de toda la Cristiandad. Fue una de las mínimas consecuencias de tener varios papas por estar la Iglesia dividida por el cisma.
Por si quedaran dudas al lector hispano de lo que supuso la figura y escritos de santa Brígida para el último largo siglo de la Edad Media, conviene reseñar que el sapientísimo Juan de Torquemada defendió sus Revelaciones tan discutidas y combatidas, dándolas por buenas.
En la inauguración de las sesiones del Sínodo de obispos del 1999, cuando se prepara la Iglesia para el comienzo del tercer milenio, el Sumo Pontífice la declaró Patrona de Europa, junto a Catalina de Siena y Edith Stein, queriendo colocar tres figuras femeninas junto a los patronos Benito, Cirilo y Metodio para subrayar el papel que las mujeres han tenido y tienen en la historia eclesial y civil del continente.