Santos: Nazario, Celso, mártires; Acacio, Eustasio, Furadrán, Lúcido, Peregrino, Raimundo, confesores; Botvido, David y compañeros, mártires; Víctor I, Inocencio I, papas; Sansón, obispo; Catalina Thomás, religiosa; Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana, presbítero y mártir, beato.
Las islas Baleares tienen santa en esta niña nacida alrededor del año 1530, y digo la fecha sin certeza porque los estudiosos de la historia no terminan de llegar a un acuerdo al respecto. Nació en una familia pobre formada por Jaime Thomás y Marquesina Gallard, en Valldemosa, esa población repleta hoy de turismo tantas veces extravagante y superficial.
En torno a la santa Catalina hay una densa y extensa leyenda dorada hecha por el cariño de los paisanos que fueron acumulando datos en torno a su figura. Puede ser que lo que fue comentario sobre sus cualidades, aficiones o deseos llegara a objetivarse en personajes unidos a su vida. No es posible deslindar los campos que pertenecen al mundo de la fantasía del que es propio de la realidad, porque, cuando se entra en el terreno de la acción divina en las personas, siempre queda la sospecha de lo posible e incluso de lo que se teme por el factor sobrenatural residente en la omnipotencia y el querer de Dios, máxime si faltan datos históricos plenamente comprobables.
Se habla en torno a su figura santa que tuvo visiones de Jesús crucificado y de Nuestra Señora; también se afirma que vino a verla santa Práxedes, san Antonio Abad, san Bruno y su especialmente amiga y protectora de toda la vida santa Catalina mártir. ¿Fueron solo santos a los que tuvo gran devoción y que la gente exaltó con fervor popular hasta el punto de crear situaciones irreales de misticismo en Catalina Thomás? ¿Fueron efectivas, aunque no demostrables, las visiones de la santa? A la distancia de cuatro siglos, ¿quién se atreverá a negar o a afirmar los hechos, basados solo en el dato de no ser frecuentes en los de a pie o de considerarlos muy repetitivos en ella? Parece que lo mejor que se puede hacer con sencillez es relatarlos como nos han llegado y dejar a la sensibilidad y sensatez del lector la interpretación.
Murieron pronto los padres de la chiquilla y unos tíos se ocuparon de ella. La llevaron a su propiedad de Son Gallart, como a unos diez kilómetros de Valldemosa, donde vivían como agricultores y ganaderos acomodados. Pronto empieza a cooperar en las faenas caseras propias de una familia campesina de la comarca: comidas y loza, ropa a lavar y coser, orden de la casa, atención a los criados, cuidado de animales y algún trabajo adicional de labranza; los domingos, a misa con la familia y poco más. Es verdad que algunas veces la echaban de menos cuando le tocaba ir al campo con el ganado –luego se ha sabido que eran momentos de especial disfrute de esa soledad tan acompañada en la contemplación y el diálogo–.
Conoció al eremita P. Castañeda, que era un solitario del monte y bajaba a pedir lo poco que necesitaba para vivir. Un día fue a verlo al Oratorio de la Santísima Trinidad para contarle lo que hacía tiempo llevaba en el alma; ella quería ser religiosa, pero temía que sus tíos no lo entendieran. Y se confirmaron los temores. Hubo una resistencia tan grande que fue precisa la severa intervención del sacerdote para que le permitieran ir a Palma y estudiar la posibilidad.
Mientras se ven los conventos, entra en casa de la familia de Don Mateo Zaforteza como criada y chica para todo. Se produce buena simbiosis entre las dos mozas de la casa; Catalina aprende de la hija de Don Mateo a leer, a escribir y a bordar mientras que enseña a Isabel las cosas de Dios y el modo de tratarlo. Conventos hay, pero no la reciben. Existe una razón de peso en la época: los monasterios son pobres y no pueden facilitar la entrada a nadie sin dote. A la desesperanza lógica responde Catalina con más oración y con lágrimas que mojan la piedra para que el Señor y la Señora allanen las dificultades y abran las puertas, como así sucedió al fin: cuatro conventos están dispuestos a recibirla pasando por alto la formalidad de la dote y ella elige al de Santa María Magdalena.
La payesita casi analfabeta tomó el velo en 1553. Es una monja más; hace el trabajo que le encargan que siempre es sencillo y nunca importante: cuidó la enfermería, la cocina, la despensa y el torno de comunicación con el exterior. Orden, oración intensa, mortificación habitual, caridad delicada, soledad, alegría y mucha paz. Cada vez va más gente a verla y siempre tiene una palabra animosa para la fidelidad al Evangelio. No hay mucho más en lo externo de Catalina, salvo que predijo el momento de su muerte, que conoció diez años atrás. Estaba tan buena… pero dice que ya se va y quiso despedirse de Isabel, de su familia y de las monjas; avisado el médico, no diagnostica ninguna preocupante enfermedad; pero ella pide los sacramentos al capellán, entra en éxtasis y marchó al Cielo así, sin más.
Los mallorquines sabían bien que desde ese 28 de julio tienen santa protectora y conservan con veneración, cariño y algo de orgullo del bueno las reliquias del cuerpo incorrupto de Catalina Thomás. La canonizó el papa Pío XI en el año 1930.