Santos: Cornelio, papa, y Cipriano, obispo, mártires; Eufemia, virgen y mártir; Lucía, Geminiano, Ludmila, Rogelio, Servideo, Sebastiana, mártires; Auxilio, Abundio, Principio, Niniano, obispos; Eumelia, virgen y mártir; Abundancio, diácono; Marciano, Juan Macías, confesores; Edita, virgen; Eugenia, abadesa; Juan, anacoreta.
«No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre» dejó escrito este santo obispo, maestro y doctor de la Iglesia, en su obra De catholicae ecclesiae unitate. A pesar de ser un auténtico defensor a ultranza de la unidad de la Iglesia, por su celo y coherencia, estuvo muy al borde de la ruptura cismática con Roma.
San Jerónimo escribe de él una auténtica biografía en su listado de varones ilustres. Cipriano nació en el norte de África, posiblemente en Cartago, al comienzo del siglo III. Se llamaba Tascio. Sus padres, paganos y ricos, le procuraron una estupenda formación literaria. Llegó a enseñar retórica hasta su encuentro con el presbítero Cecilio, que transformó su vida hasta entonces montada sobre los vicios del paganismo, llevando una conducta nada edificante hasta que entró en los cuarenta. Vino luego su conversión, el catecumenado y el bautismo. Se produjo en Cipriano un notable proceso de madurez cristiana que tendrá tres polos persistentes a lo largo de su vida futura: austeridad, continencia y caridad. Cuando lo ordenaron sacerdote, se desprendió de todos sus bienes heredados y los donó a la iglesia para facilitar la atención de quienes más los necesitaban.
Siguiendo el uso democrático del tiempo, lo eligieron para obispo de Cartago en el 248 ó 249, no sin la oposición organizada por el presbítero Novato y el rico seglar Felicísimo, contra quienes tuvo que enfrentarse fuertemente todo el tiempo de su gobierno como obispo; eran los portavoces del «ala blanda», extremadamente proclives a mostrar una indulgencia rayana en el laxismo. No debió de caerle bien al presbítero Novato la elección para obispo de un neoconverso que hasta poco antes había sido un modelo de desorden; quizá llegó a sentirse más digno candidato por ser cristiano desde la más tierna infancia.
El comienzo de la tensión entre Cipriano y la facción disidente vino provocado por lo que el obispo consideró abuso en el modo de proceder algunos cristianos que, durante el tiempo de persecución habían conseguido por dinero o influencias el libellum de apostasía que, sin haber llegado a sacrificar a los ídolos, les permitía pasar ficticiamente como gente que había rendido culto a los dioses paganos del Imperio, librándose así de los compromisos inherentes a la defensa de la fe y de las complicaciones que podrían terminar en martirio; además, cuando vuelve la paz a la Iglesia, consiguen de sus confesores el libellum pacis o escrito exculpatorio para escapar a la penitencia pública. Y este modo de proceder era apoyado por el grupo liderado por Novato que hizo causa común con los novacianos de Roma; estos, aunque en su pensamiento y praxis eran contrarios, tenían tantas ganas de sacar de la sede romana al papa Cornelio considerado por ellos muy blando, como los que pretendían expulsar de Cartago a Cipriano por rigorista. Juzgaron que unidos en contestataria alianza sería mayor la presión para conseguir sus propósitos.
Turbias estuvieron las relaciones entre Cartago y Roma en esa ocasión, empeoradas por el asunto de los libeláticos obispos españoles Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, que habían sido arrojados de sus diócesis y ocupadas por otros obispos fieles y fuertes; el obispo de Cartago se vio implicado en este asunto por ciertas consultas. Y lo malo es que esto sucedía ya en tiempos del papa Esteban, augurando no muy buenas relaciones entre los dos pastores desde el comienzo del pontificado.
Por si esto fuera poco, Cipriano consideró oportuno y necesario manifestar su desacuerdo con la praxis que en Roma estaba permitiendo el papa Esteban con respecto a reconocer como válido el bautismo administrado por herejes. El pensamiento del obispo cartaginés en este punto estaba equivocado. El papa Esteban reconocía la validez de este bautismo y Cipriano llegó a enfrentarse dura y dramáticamente con él manteniendo una opinión contraria avalada por los sínodos de Cartago. Se produjo un distanciamiento tal entre ellos que algunos historiadores han llegado a calificarlo de cismático. Gracias a la intervención de la Providencia, se resolvió el asunto con la muerte del papa Esteban y con el carácter conciliador de Sixto II, su sucesor en la Sede de Pedro.
Cipriano, con su personalidad fuerte y arrolladora, tuvo que pastorear a su grey desde el ocultamiento, durante la persecución de Decio, allá por el año 250. Acuciado por las necesidades y la distancia, desarrolló una intensísima actividad epistolar que apoyaba con esporádicas y anónimas visitas a sus fieles.
Regresó a su diócesis y retomó el gobierno pastoral directo hasta la persecución de Valeriano en el 257; fue decapitado por orden del procónsul Galerio Máximo. No faltó el detalle del santo al mandar que se dieran a su verdugo veinticinco monedas de oro como pago por el trabajo. Murió el mismo día que el papa Cornelio, aunque cinco años más tarde.