Santos: Clara, virgen; Agilberta, confesor; Sereno, Rufino, Taurino, Gauderico, obispos; Digna, Donaldo, Eliano, Filomena, Neófito, Gayo, Gayano, Zenón, Tiburcio, Marcio, Macario, mártires; Rustícula, Equicio, abades; Susana, Lelia, Digna, vírgenes; Gerardo, eremita.
Un 11 de agosto, el del año 1253, fue el verdadero dies natalis, cuando dejó este destierro para pasar a su verdadera casa. Estaban presentes, cuando Clara murió, los frailes franciscanos León, Ángel y Junípero, aquellos que de modo más genuino habían entendido y hecho vida el espíritu del Poverello. Ese día quiso, en un primer momento, decir la misa del común de vírgenes –que no funeral de difuntos– el papa Inocencio IV, por el convencimiento personal que tenía de su llegada al Cielo.
No había preocupación en la casa del conde de Favarone por buscar marido para ninguna de sus hijas; había dinero y bienes abundantes para dotarlas de modo conveniente como sucedía en su tiempo. Eran de buen ver sin que el buen Dios les hubiera negado a las hijas ninguna de las abundantes dotes de su hermosa madre, la bella Ortolana. Ya algún mozo de familia ilustre –e incluso otros algo más viejos– les habían lanzado los tejos.
Vivían allí los Favarone: En la patria pequeña del que años antes había sido tachado de loco, cuando vendió todos sus bienes para darlos a los pobres y decidió romper con los anhelos del mundo y sus criterios. Ella, Clara Favarone, se había embelesado con la doctrina de Francisco que se comentaba por Asís y al que se acercó, primero con mucho recato, luego con firme decisión y siempre con tan grandísimo respeto que llegó a ser auténtica veneración. Deseaba saber si era posible a la mujer vivir como ellos… se refería a los pocos que ya seguían al que practicaba de modo tan genuino y radical el Evangelio. Había captado desde su feminidad y con intuición certera el espíritu de aquel predicador incomprendido y hasta despreciado por sus paisanos. Quería vivir bajo su dirección y consejo.
Cuajada la vocación, decide otra locura para los hombres a sus dieciocho años. Se escapa de su casa y va a ver al hombre santo. En la iglesia de la Porciúncula, primero hay un solemne corte de pelo y después la imposición del velo, con promesa de obediencia a Francisco. Provisionalmente entra en el convento benedictino de San Pablo de las Abadesas donde la acogerán las monjas y luego pasará a Sant´Angelo in Panzo.
Se forma, con toda lógica humana, una auténtica revolución en casa al notar su ausencia. La familia de Clara y los criados se movilizan en busca del paradero. Localizada la joven, quieren obligarla a regresar a casa y luego estudiará la familia el asunto con tranquilidad; su padre, Favarone di Offreduccio, utiliza primero mimos, después razones y por último amenazas; no le queda más remedio a Clara que meterse en la iglesia y, agarrada a un altar, se quita el velo para mostrar, sin la cabellera larga de otro tiempo, la cabeza rapada; es un signo evidente de que su decisión la tomó en serio y convencida. Todos quedan perplejos, pero menos que cuando, a los pocos días, Inés, la otra hermana, se escapa también de casa para recorrer el mismo camino que Clara y con idéntica decisión.
Y vienen otras; se cuentan hasta diecisiete las que pasan a un nuevo convento que Francisco ha buscado para que puedan vivir sin testigos según la regla que él ha ido preparando para ellas. Es San Damián, también en Asís, en una vivienda que había restaurado Francisco; y el modo de vivir el espíritu franciscano es muy parecido al de ellos. En 1215 se aprobó la segunda Orden. Clara es la abadesa que por cuarenta y dos años gobernará a las «Damas Pobres». Aquellos muros fueron testigos de amor intensísimo a Jesucristo en la Eucaristía, mantenido en la contemplación de Jesús-Niño en Belén y de Jesús en la Pasión, de incontables penitencias y de admirable paciencia alegre en las continuas enfermedades que padecía.
Las clarisas habían tomado de la mano para siempre a la hermana Pobreza y no querían soltarla. Es su carisma. Vivirían solo de limosna –como mendigas– y ¡que fueran pequeñas! La misma Clara se negaba a tomar donaciones que le ofrecieron y defendió la pobreza total y absoluta con uñas y dientes, con pasión, cuando un papa quiso mitigarla. No cedió jamás a su espíritu por consejo o enseñanza de nadie. Cuentan sus biógrafos que ni siquiera aceptó un pan si estaba entero, prefería el mendrugo sobrante. Fue copia fiel del espíritu de Francisco, su maestro, haciendo una perfecta versión femenina de su pensamiento.
Por cierto, antes de morir san Francisco, viendo la veneración que le mostraba Clara, fue apartándose de sus monjas porque no quería ser un obstáculo entre ellas y Dios. Se ve que la generosidad y el desprendimiento los refería no solo de las cosas, sino en sentido pleno.
¿Sabías que a Clara la canonizó, el 15 de agosto de 1255, su amigo y protector el papa Alejandro IV, solo a los dos años de su marcha al Cielo?
¿Sabías que también su propia madre pasó, cuando quedó viuda en el año 1226, a engrosar el número de monjas de su convento? ¿Y que su otra hermana, Beatriz, entró igualmente tres años más tarde?
¿Sabías que el primer convento de «Damas Pobres» se abrió en España en 1228?