Dedicación de la Archibasílica del Salvador. Nuestra Señora de la Almudena. Santos: Eustolia, Sopatra, vírgenes; Teodoro, Clemente, Orestes, Alejandro, mártires; Agripino, Benigno, Timoteo, Ursino, obispos; Erefrido, eremita.
De varias maneras se suele denominar este templo: Basílica «Constantiniana», «del Salvador» y «de San Juan de Letrán». Es la catedral del Papa que, al tomar posesión de ella, muestra el supremo poder o potestad eclesiástica de Roma y del mundo; por ello, esta basílica se llama a sí misma en la escritura de su fachada «madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe».
El nombre de Letrán le viene del palacio que tenían los «Laterani» en el monte Celio desde el siglo i a quienes la autoridad confiscó sus bienes por atreverse a conspirar contra Nerón. Parece ser que pasó a ser propiedad de Fausta, la esposa de Constantino; aconsejada, según dicen, por Osio de Córdoba, lo donó a los papas para su residencia habitual, como de hecho lo fue por bastantes siglos hasta el período de Aviñón.
Pero la longa historia no muy probada, o la leyenda, une esta basílica a la familia imperial también por otros motivos. Parece ser que el emperador que legalizó a la Iglesia contrajo el terrible e incurable mal de la lepra y fue curado milagrosamente por san Silvestre; en agradecimiento por la recuperación de la salud, entregó los terrenos necesarios para construir el augusto templo y se prestó a dar la ayuda económica pertinente. Esta es la razón de llamarla también «Constantiniana».
Se sabe que ya en el año 313 hubo en ella un sínodo porque la esposa de Constantino cedió el edificio al papa Milcíades; que el papa Dámaso fue ordenado allí y que se dedicó como basílica el día 9 de noviembre del año 324, dándole Silvestre el título de «El Salvador», hasta que en el siglo xiii se le añadieran los de San Juan Bautista y de San Juan Evangelista.
Este memorable y egregio templo ha sido la sede de muchos concilios –más de veinticinco– desde el siglo iv al xvi y, de ellos, cinco han sido ecuménicos. Allí se firmó, ya en tiempos más cercanos, el Tratado de Letrán, el 11 de marzo de 1929, con el que Pío XI logró la libertad del papa de todo soberano temporal y, con ello, el libre ejercicio de su misión evangelizadora, firmándolo con Mussolini.
Esta basílica podría contar una larga serie histórica de virtudes, pero también habla de sacrilegios, saqueos, incendios, terremotos e incluso el abandono de sus papas sobre todo el tiempo del destierro de Aviñón. Buscando un sentido a esos hechos, uno se pregunta si no serán las fuerzas del infierno que se ponen de pie, rabiosas, con la intención de acabar con el templo de piedras que es símbolo del poder espiritual supremo e indefectible en la Iglesia. También hay que decir que tanto el Renacimiento como el barroco dejaron en ella su huella artística perenne y restauradora, y que Sixto V y León XIII la hicieron realmente suntuosa, por no hablar de que hasta allí fue Francisco de Asís en 1210 a solicitar del papa Inocencio III la aprobación de su Orden.
Cuando con su consagración se dedica a Dios y a su culto, se indica que pasa a ser propiedad y sede de la Majestad divina; con esa ceremonia se indica que pasa a ser «la morada de Dios entre los hombres».
A los católicos, mirándola a ella, se nos hace próximo el misterio de la salvación, pareciéndonos actual aquella escena evangélica en la que Jesucristo llamó al menudo Zaqueo, subido y agarrado a la rama de la higuera, interpelándolo para habitar en su casa y comer con él a pesar de ser solo un pobre publicano despreciable y un pecador.
Es como si el mismo Dios quisiera darnos a entender su vehemente deseo de que los hombres, por medio de todo el culto que allí se celebra –la Misa, que es el sacrificio redentor de la Cruz, los sacramentos, la escucha de su palabra que se hace actual por la predicación–, nos incorporemos a Él, haciéndonos piedras vivas de su Esposa mística –la Iglesia–, bien unidas por la caridad, como las piedras físicas se unen en la construcción material de la basílica. De hecho, esta idea ya está expresada en el Apocalipsis cuando san Juan presenta a la Nueva Jerusalén.
Y ¿por qué no decirlo? La Basílica, con su grandeza y su miseria, es también un símbolo de la Iglesia de todos los tiempos donde hubo, hay y habrá persecuciones y flaquezas, intereses humanos y divinos, política, arte, espíritu, dogma y santidad.