DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO…?

Qué lucha –sin lucha–, la que se estableció entre la Santidad del Padre ofendida, que no podía aceptar al pecado, y la misma Santidad que, en su Unigénito, vuelta hacia el Padre, le imploraba, en desgarro supremo de infinita y cruenta inmolación: «Abrázame con toda la humanidad, o me rechazas con toda ella».

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