Santos: Domingo de la Calzada, patrono de la construcción; Pancracio, patrono de los pasteleros; Nereo, Aquiles, Dionisio, Casto, Casio, Ciriaco, Baroncio, Tutela, Máximo, Grato, mártires; David Uribe Velasco, sacerdote mártir; Germán, Epifanio, Emilio, Deseado, Modoaldo, obispos; Felipe, confesor; Gemma, virgen; Macario, abad; Remigio, monje; Juana de Portugal y Catalina Páez, virgen, beatas.
Nació en la primera mitad del siglo XI, en la pequeña población de Viloria, en la región de Cantabria y no lejos de La Calzada.
Las primeras noticias de que disponemos sitúan al joven Domingo –en torno al año 1050– pidiendo una plaza en el monasterio de Valvanera, en la Rioja, por Nájera; no se le llegó a admitir. El pobre hombre lo volvió a intentar en otro monasterio; tampoco en el de San Millán de la Cogolla lo quisieron recibir aquellos buenos monjes. Quizá las razones que llevaron a los respectivos abades al negarle un puesto no fueron arbitrarias; posiblemente supusieron que aquel fuerte ejemplar humano solo intentaba escapar del trabajo del campo, o que buscaba solucionar su vida poniéndose al abrigo de los muros del monasterio, como parece ser que intentaban hacer una nube de mendigos; desde luego, no lo tenía fácil a la vista de su paupérrimo ajuar, de su indumentaria; no le ayudaba su majestuoso analfabetismo y, además, no llevaba aval de ningún tipo… bien parecía que se venían abajo de modo irremediable sus ansias de entrega completa a Dios.
Le quedó un último recurso. Por aquellos andurriales se conocía la existencia de un solitario; lo buscó, lo encontró, habló con él y lo dejó tan boquiabierto cuando conoció sus buenas disposiciones, que no solo lo admitió en su compañía, sino que le cedió su propia cabaña, y se prestó a instruirle en los usos y costumbres de la vida de anacoreta.
Ya preparado para la vida solitaria, se marchó a Bureba donde construyó su propia cabaña. Pasó allí cinco años, entre oraciones y penitencias, cultivando la tierra de los alrededores para alimentarse.
A la región llegó el obispo Gregorio de Ostia, predicando el Evangelio; Domingo se le enganchó como «paje para todo», llevado por su deseo de instrucción y perfección. Cuando muere el santo obispo, retorna a Bureba, pero con nuevos ideales y más amplios horizontes: ahora pretende dedicarse a proporcionar un apoyo a los numerosos peregrinos hacia Santiago para venerar los reliquias del Apóstol. El lugar es tránsito obligado, hacen falta sitios para descanso en la fatiga, que sirva también para defensa de los muchos peligros, y para curar a los enfermos. Eso lo entendió como un postulado de la caridad.
Sin abandonar la oración ni la penitencia, se puso mano a la obra como peón, constructor y organizador al tiempo que, con una actividad increíble, atendía a los pobres y desamparados en un alarde de caridad, protegido por los reyes Alfonso VI y VII. Hacía falta roturar campos, nivelar terraplenes, plantar árboles, levantar un hospital, hacer refugios, poner en buen estado una antigua calzada romana, levantar un puente sobre el río Oja y oratorios que se fueron haciendo insuficientes y terminaron en una iglesia dedicada al Salvador, que a su vez se convertirá en catedral en el 1180, sede del obispo de Calahorra, donde se conservan sus restos. Claro está que aquello suscita un inevitable movimiento de gente; cada proyecto pide más mano de obra y así, sin pretenderlo demasiado, va formándose un núcleo de población que será el comienzo de Santo Domingo de la Calzada actual.
Murió el 12 de mayo de 1109, después de haber servido a multitud de peregrinos como guía o médico, dando a todos consuelo y ayuda. Su figura ha quedado para la posteridad aureolada de gran fama y acompañada de la memoria de favores sin cuento, recogidos en la Vita que está escrita en un antiguo leccionario asturiano y reproducido íntegro en el Acta Sanctorum de los Bolandistas.
No podían faltar los imaginativos –y en este caso hispanos– aditamentos a su figura, que sirven para alegrarla y quizá humanizarla aún más, aunque escapen a la comprobación de la historia.
Dicen que cierto día pidió prestados a un paisano unos bueyes para arrastrar unos troncos; aquel hombre, que no tenía fe y quería reírse de Domingo, le puso como condición que fuera él mismo a recogerlos, pero pensando en ofrecerle unos toros bravos. ¿Sabes que trabajó con ellos toda la jornada como si de verdad fueran bueyes, y que se convirtió aquel desaprensivo campesino?
El más notable de los hechos prodigiosos –incorporado a la iconografía del santo– se cuenta que sucedió con una familia que peregrinaba a Santiago. El relato afirma que se trataba de un matrimonio con su hijo joven. La criada de la posada donde pernoctaban intentó provocar al mozo y obtuvo de él una rotunda negativa. Desairada, puso una copa en las alforjas del chico para tramar su venganza, acusándolo de ladrón. El joven terminó en la horca. A la vuelta de Compostela, los desconsolados padres encontraron vivo al ahorcado, por la intervención de Domingo. Buscaron al juez que era ateo y se disponía a comer, teniendo sobre la mesa una gallina y un gallo. Conocedor del asunto, solo pudo decir que «tan muerto está como estos dos animales». Pero resultó que, a la vista de todos, inmediatamente saltaron ¡vivos! la gallina y el gallo que hasta el momento estaban aderezados. Por eso se pinta a Domingo con gallo, gallina, una horca y, al lado, la soga.
Los ingenieros de Montes y Caminos lo han adoptado por patrón. Ojalá santo Domingo les dé un poco más de su amor a Dios y de su caridad heroica.