Santos: Eulalia de Barcelona, virgen y mártir; Modesto, Cándido, Damián, Julián, Ammonio, Rufino, Justo, Macario, mártires; Melecio, Antonio, Benedicto, Gaudencio, Alexis, obispos; Anastasio, monje; Umbelina, santa; Sudán el Peregrino, Julián el Hospitalario, confesore
Dos ciudades, Mérida y Barcelona, se glorían de tener entre sus antecesores egregios una santa mártir con el mismo nombre. Hay quien soluciona un posible problema histórico con la consideración de que la santa barcelonesa es un doblete de la santa emeritense. Cierto que las circunstancias en las que tuvo lugar el martirio, la época, las personas, el mismo nombre de la santa, su juventud y las mismas referencias consecuentes a su partida del mundo de los vivos, propician considerarla como un único martirio narrado en dos lugares diferentes y contrapuestos en la geografía hispana, unificando la persona de la mártir. Si esto fuera así, significaría el gran impacto social que debió de causar el acontecimiento y la ejemplaridad que proporcionó a la sufrida comunidad cristiana en aquellos tiempos difíciles. No obstante, esto no daría explicación suficiente a los testimoniados sucesos ocurridos milagrosamente en Barcelona cuando se descubre el sepulcro de la santa y su culto posterior.
La época es el comienzo del siglo iv, durante la persecución de Maximiano y Diocleciano, siendo Decio el pelele macabro que pone mártires cristianos en los lugares que pisa con la ilusión de extirpar del Imperio ese nombre. En todas las épocas hubo –también hoy– sujetos que, amparados por la fuerza que da el poder y detrás del velo del cumplimiento del deber legal, niegan al hombre la posibilidad de ser o de ser personas libres con el derecho a la inviolabilidad de su conciencia individual. A estos, la historia los llama tiranos. También en todas las épocas –y más en las que más lo necesitan– aparecen con vehemencia personas que en su aparente debilidad muestran con sus palabras y obras lo indomable e irreductible del hombre y la fuerza arrolladora de la verdad. A estos, la Iglesia los llama santos. Esa es obra de Dios y ellos o ellas, el espejo para el seguro caminar.
Eulalia de Barcelona es la niña-joven que ha nacido en buena familia. Su niñez de cristiana ha sido un continuo aprender en su casa con la mirada puesta en el buen Jesús; en la iglesia doméstica que es su familia aprendió el ABC de la Salvación. Se han publicado edictos de persecución; ya algunos han sido forzados por la autoridad y se habla de sangre vertida por fidelidad. Un día madruga, sale de casa con el sol, hace el camino tan largo como animoso. Espontáneamente se sitúa ante el gobernador y aquí es difícil separar lo que fue hecho y lo que es adición posterior del comentario que sublima la quintaesencia de la entrega a Dios. La joven-niña no insinúa, afirma, en el diálogo con su interlocutor: los dioses paganos son falsos, inútiles, y no pasan de ser demonios; quien les sirve ofende al único Dios y será castigado por Él. «Yo soy sierva de Cristo, rey de reyes y señor de señores». Sí, y no hay autoridad que le haga cambiar; en el sufrimiento será asistida por su Amor. La arrogancia del poder se queda sin fuerza ante los hechos que avalan palabras; no han servido las palabras blandas, ni las amenazas crueles, ni los azotes, ni el potro, ni las uñas arrancadas, ni el fuego en su blanca carne que hasta quemó a sus propios verdugos. Una paloma blanca salió de su boca cuando murió. El asombro de los que lo han visto todo es estupor. Al poderoso del mundo solo le queda la rabia de su derrota que intenta inútilmente compensar crucificando el cuerpo muerto y dejarlo sin enterrar. Una nevada oportuna quiso cubrir la desnudez de Eulalia.
Sea como fuere, el asunto de Eulalia de Barcelona, de Eulalia de Mérida, de una misma o de dos Eulalias –el estado actual de la investigación no permite ir más allá de la constatación aceptada de dos santas vírgenes mártires–, el hecho es que tanto en una ciudad como en la otra se honra a Dios por la fortaleza intrépida de una joven cristiana que proclama la verdad ante el mundo y cuyo nombre era Eulalia.