Santos: Tiranión, Silvano, Peleo, Nilo, Eleuterio, Posidio, Falcón, Sadot, León, Euquerio, obispos; Dídimo, Potamio y Nemesio, mártires; Zenobio, presbítero; Besarión, Eulrico, anacoretas; Paulina, virgen.
Natural de Francia y nacido de familia noble alrededor del año 690, en Orleans.
Dice la leyenda que su madre era piadosísima y que poco antes de tener al hijo tuvo un sueño angelical. Sí, una criatura celeste le anunciaba que iba a ser madre de un futuro obispo muy santo. Y es que hubo un tiempo en que las biografías de santos tenían poco «gancho» si no se presentaba su figura con títulos de gran alcurnia y con abundancia de datos sobrenaturales.
Normalmente, las cosas de Dios suelen ser más simples y sencillas y el santo se forja en el continuo juego de la correspondencia a la gracia, teniendo con frecuencia los altibajos que dependen tanto de los dones otorgados –esto solo lo puede medir el Espíritu Santo– como de la generosidad en la respuesta del que los recibe –siendo esto cosa muy difícil de calibrar–.
El caso es que nació como todos los niños y con la acción de gracias de los padres, como es lo normal. De niño se inicia en el conocimiento de las letras y cuando joven le entusiasman los conocimientos propios del saber de la época; se adentra en las artes y en las ciencias; le gusta la filosofía y prefiere, ante todo, la teología. Al calor de la devoción sincera con la Virgen comienzan a señalarse rasgos de profundidad en la virtud.
Cuando Leodoberdo es obispo abraza el estado clerical. Luego se hace monje en el monasterio de Jumièges, a orillas del Sena, cerca de Ruán; al parecer es uno de los lugares santos de más estricta observancia. A la oración y la penitencia propia del monasterio añade el estudio de los sagrados cánones y de los santos Padres. Recibe el Orden Sacerdotal y se adentra en la Eucaristía con lágrimas en los ojos.
Muerto Severo, obispo de Orleans, es propuesto para obispo de la sede vacante. Tiene que ser Carlos Martel, el rey merovingio hijo bastardo de Pipino de Heristal, quien casi le obligue a aceptar, una vez vencida la resistencia personal a abandonar el silencio del claustro y la compañía de sus hermanos monjes. Pensaba en aquel momento que las «dignidades» bien podrían ser causa de condenación.
Parece que le va bien el oficio de obispo, un tanto extraño para un monje. Desempeña su ministerio con un celo poco usual. Cuentan los cronicones que entra de lleno en cuidar la disciplina eclesiástica ya que está convencido de que el buen ejemplo es la primera predicación al pueblo. Y así sucedió. Con un clero bien dispuesto, llegan tempranos los frutos que pudo recoger: hay reforma en las costumbres de las gentes; se da una vuelta a la piedad sincera. Incluso se traspasan los límites de la diócesis de Orleans que agradece de modo ostensible el recibimiento a su obispo-padre hasta en los lugares más remotos.
No iba a estar exenta esta santa vida y labor de cruces que purifican ni de la acción de los que padecen el tic de la envidia que siempre y en todo lugar fueron muchos. Aquí también. Soliviantan los ánimos de Carlos Martel, cuando regresa de Aquitania, volviéndolos en contra de su protegido de otro tiempo porque tuvo el valor de enfrentarse el rey franco defendiendo los bienes de la Iglesia al utilizarlos como fondos para sus campañas guerreras. Los envidiosos supieron aprovechar bien el momento y echaron leña al fuego hasta levantar una hoguera de tamaño natural. El resultado fue el destierro del obispo Euquerio que muere el 20 de febrero del año 743 en la abadía de Tron, donde pasó en humilde y escondida santidad sus últimos seis años.