Santos: San Francisco de Borja, Edmundo, Esiquio, confesores; Cándida, Dionisio, Fausto, Cayo, Heraclio, Diodoro, Ewaldo, Pedro, Pablo, Cándido, mártires; Romana, Menna, vírgenes y mártires; Antonio, Benito, Cipriano, Maximiano, Patusio, Ursicino, Ebón, Leudomiro, obispos; Gerardo, Vidrado, Uto, abades; Juvino, eremita.
De vez en cuando aparece un monstruo de santidad en la historia que tira para arriba de los hombres de su tiempo arrastrándoles a mirar al cielo. En su caminar suelen pasar machacando los criterios habituales por los que se rige la pobre mayoría de la gente con lo que hacen ver suavemente lo improductivo de su marcha y la felicidad que se pierden. Y lo hacen sin imposiciones ni aspavientos, lo más grande les parece natural. La sencillez con que renuncian a la gloria humana tan ansiada es un trallazo más para el espectáculo que de modo persistente los flacos esperamos como referencia para ponernos a andar. Francisco de Borja se puso el mundo por montera. Con su actitud decía bien claro lo que de verdad tenía valor y relativizó el concepto de grandeza.
Nacido en Gandía (Valencia) el 10 de octubre del año 1510 y fue adiestrado en todas las artes caballerescas al calor de la más fina aristocracia. Cortesano hasta la médula. Marqués de Lombay. Amigo del emperador Carlos V y hombre de su plena confianza; íntimo de su esposa, la emperatriz Isabel de Portugal, cuya custodia le encomendaba Carlos en sus frecuentes y largas ausencias por motivos de Estado. Casado con Leonor de Castro, modelo de elegancia y recato, con quien llevó una ejemplar vida familiar adornada con ocho hijos. Tercer Duque de Gandía. Perteneciente a la familia de los Borgia –apellido es tan solo una italización del original español– tan influyentes en Italia y en España; era bisnieto de Alejandro VI, el papa de Játiva –Rodrigo de Borja– no de feliz memoria. Nombrado Virrey de Cataluña cuando impera en ella el desorden y consiguiendo con su prudencia devolverle la paz. Le sobran dinero, poder, influencias, nobleza y títulos. No le faltan honradez, fidelidad, experiencia, dotes de gobierno y visión amplia de los asuntos del Reino. Profundo hombre de fe que gusta leer el Evangelio, a San Pablo y a San Juan Crisóstomo. Sabe esquivar la frivolidad de la corte y guardar las formas sometidas siempre a su conciencia.
La inesperada muerte de la joven emperatriz Isabel en la plenitud de su grandeza sirvió de punto de arranque para dar a su vida un sentido nuevo. El féretro debe trasladarse a Granada para enterrarlo en el Sepulcro de los Reyes; recibe el encargo de presidir la bien nutrida comitiva de prelados y nobles. El 17 de mayo, cuando contempla lo que fue belleza humana y encanto de mujer hecho ahora despojo, decide vivir solo para Dios y pronuncia la frase que le ha hecho célebre en los fastos de la santidad: «No servir a señor que se pueda morir».
Nombrado Virrey de Cataluña, tiene contactos con los jesuitas Araoz y Fabro que es el primer compañero de Ignacio de Loyola; ambos son sus confidentes en los asuntos del alma.
Cuando muere su padre se retira a Gandía y funda un colegio de la Compañía de Jesús.
Al morir su esposa Doña Leonor hace voto de entrar en la Compañía, pero las cosas no son fáciles por su situación y notoriedad. Así lo comentará el mismo fundador en Roma –«el mundo no tiene orejas para oír tal estampido»– al llegarle la noticia de su deseo a través del padre Fabro. Además, hace falta arreglar dignamente los asuntos domésticos y poner la decisión en conocimiento del Emperador. Mientras todo quede ultimado, es aceptado en secreto, y hace los estudios de teología. Pero aún en este período es reclamada su presencia en las Cortes de Aragón.
El día 31 de agosto dice en Roma el «adiós» definitivo al mundo. Que Borja vista sotana causa estupor entre los representantes del Papa, del Emperador y en las personalidades que bien le conocían. Cuando regresa a España en febrero del 1551 ya clérigo, vive en Oñate, cerca de Loyola, se ordena sacerdote en octubre de ese año y su primera misa solemne tuvo que celebrarse en Vergara al aire libre por la presencia de veinte mil personas presentes en el acontecimiento. En el convento es ejemplo de renuncia: barre, limpia, cocina y acarrea leña, predica al pueblo y misiona; pero sería una pena desperdiciar sus cualidades naturales y el prestigio adquirido y la experiencia; lo nombran superior de España y Portugal y luego amplían sus responsabilidades también a las tierras de Ultramar.
No habían de faltar incomprensiones y rivalidades. Las vio venir Laínez y lo mandó a Roma donde le tratan Carlos Borromeo, el papa Pío IV y el cardenal Ghisleri, futuro Pío V.
Pasó a ocupar el cargo de Vicario General y, a la muerte de Laínez, lo nombran General en 1565. Un nuevo aire entra en la Compañía con su mandato que afecta a bastantes aspectos internos: Organiza el noviciado, fomenta el espíritu de oración, regula el estudio, puntualiza el espíritu de la Compañía, se construye el Colegio Romano y la iglesia del Gesù. Promueve la expansión en toda Europa y abre el campo apostólico a las Indias y al Extremo Oriente.
Murió el 1 de octubre en Roma, en 1572. Lo canonizaron en 1671.
Y para que no quedara ni rastro de su grandeza en el tiempo, sus restos trasladados a España en 1617, fueron reducidos a cenizas en 1931 cuando quemaron la iglesia de la calle de la Flor. Lo poco e inseguro que pudo recogerse, se venera en la residencia jesuítica de Serrano.
El tercer General de la Compañía hizo bastante para sacarse la espina que su apellido había colocado en la Iglesia y que sirvió de buen puntal para la leyenda negra.