Santos: Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús; Banto, Beato, Benigno, Goselino, Natal, Eudócimo, confesores; Calimero, Folamón, Firmo, Germán, Pedro, obispos; Demócrito, Segundo, Dionisio, Fabio, Calimero, mártires; Juan Colombini, fundador.
El fundador de la Compañía de Jesús nació en la casa-castillo de Loyola (Azpeitia, Guipúzcoa), en 1491. Fue Íñigo el último hijo que hacía el número decimotercero de los hermanos. Otoño medieval con restos feudales, pero ya se vislumbraban ciertos rasgos de humanismo renacentista convertidos pronto en ansias de aventuras con los horizontes nuevos que abrió el descubrimiento del Nuevo Mundo. Vivió con los entresijos políticos de Carlos V y Felipe II; le tocaron profundamente los problemas de la Reforma y las fórmulas de Trento. Su casa y familia fue profundamente religiosa; allí gustó de las utopías caballerescas, plenas de imaginativa aventura, plasmadas en el anónimo Amadís de Gaula.Íñigo pasó a ser paje –desde poco antes de morir su padre– de Don Juan Velázquez de Cuéllar, caballero encargado de las finanzas del rey, amigo de la familia, y que podía ir educándolo en palacio hasta que se presentara la ocasión de poder entrarlo en la corte. Al tiempo que adquiría la mejor educación y porte en las nuevas circunstancias, le sirvió esta temporada para visitar y conocer todos los sitios por donde andaba el rey o los que mandaban: Arévalo en Ávila, Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia y Madrid.
Una bala de cañón lo hirió las piernas en la defensa del castillo de Pamplona, en el ataque francés del 20 de mayo de 1521, cuando la revuelta de las Comunidades. Su pesada y lenta convalecencia le llevó a leer –por no haber de caballería– libros como Vidas de los santos y Vida de Cristo. Con ellos empezaron las contradictorias luchas interiores entre desolaciones y consuelos, basculando entre el deseo de imitar sus hazañas y la consideración de lo que necesitaba quedarse atrás.
En 1522 montó un viaje a Jerusalén pensado como peregrinación. Comenzó en Montserrat donde cambió de indumentaria, hizo confesión general y se consagró a la Virgen. En los alrededores de Manresa (en la provincia de Barcelona) estuvo un año dedicado a la oración, a la penitencia, al apostolado y a la visita a los enfermos en los hospitales. En la cueva tomó apuntes de su trayectoria espiritual que, con retoques posteriores, será el esbozo de los Ejercicios Espirituales. Luego sigue su proyectado viaje –siempre mendigando– de Barcelona a Roma, de Venecia a Chipre, Palestina y los Santos Lugares.
A la vuelta consideró que eran necesarios los estudios. Se le ve en las universidades de Alcalá y Salamanca. En 1528, está en la de París consiguiendo grados académicos; pero, más que eso, encontró a Fabro, Javier, Laínez y Salmerón, Rodríguez y Bobadilla que serán, además de los primeros discípulos en los que ha prendido el hambre de almas, los pilares de su futuro quehacer apostólico. Todos hicieron voto de apostolado en pobreza y castidad y se marcharon a Roma a ponerse a total disposición del papa.
En 1537, tuvo Iñigo –en Storta– una experiencia mística de donde salió con la convicción de fundar una ‘compañía’ de apóstoles que debía llevar el nombre de ‘Jesús’. La Compañía de Jesús había nacido. En Roma se ordenó sacerdote (1538). Pablo III aprueba en 1540 aquel nuevo estilo de monacato innovador por la bula Mare magnum, la declarada exenta de jurisdicción episcopal y de tributación. Un año después, Loyola fue elegido primer general de la orden. Y mientras sus hijos se esparcen por Europa en cumplimiento de distintas misiones pontificias, e inundándolo de colegios, Ignacio –que así se llama ahora– se queda en Roma escribiendo cartas (cerca de 7000), predicando, dando ejercicios espirituales y visitando los hospitales. Preocupado por la formación del clero, fundó el Colegio Romano (1551) y el Colegio Germánico (1552). Comienza a mandar misioneros a tierras de infieles en India, Japón y Abisinia. Se quema activamente en contrarrestar la Reforma protestante y se ocupa del peligro que supone la ‘media luna’ ante Carlos V y Felipe II.
El genio práctico y organizador, santo, político, soldado conquistador, romántico vehemente y enamorado místico se había puesto en juego, pleno de ideales humanos y sobrenaturales, para rendir en la pelea de conquista del Reino. Y lo hizo con una fuerza y empuje tal, que la Iglesia entera no pudo menos de mirar a Ignacio y a sus hijos como puntos de referencia de lo que había que hacer y en tanto tiempo no se había hecho: Predicación abundante y sólida, de la que no deja resquicios a la duda, la que llama al desorden pecado, a la obediencia virtud, al sacrificio medio y remedio, al misterio don, a la pobreza entrega, a la penitencia servicio, a Dios padre, a Jesús rey, a la Virgen madre, y al Espíritu necesidad para el camino; atendió y mandó atender mucho al confesonario; patrocinó el empleo de la imprenta, libros y libretos; pidió exigente piedad, ciencia profunda y hasta marcó un estilo jesuítico de arquitectura sacra nuevo.
Murió en Roma el 31 de julio de 1556 y fue canonizado por el papa Gregorio XV en 1622.
Con él había nacido el inmenso personaje de la historia humana, uno de los hacedores del mundo moderno, símbolo de una Iglesia que no se resigna a unos andares cansinos, pasivos y lentos. Cierto que la Compañía de Jesús sería, como ella, alabada arriba en el candelero y pisada abajo en donde se ensucian los cuerpos.