Santos: Pablo, Cándido, Venancio, obispos; Licarión, presbítero; Pedro, presbítero y mártir; Walabonso, diácono y mártir; Isaac, Abencio, Jeremías, Sabiniano, Wistremundo, monjes y mártires; Acacio, Alderico, Eugenia, Valentín, Juan, Tarasio, Sancho, Godescalco, mártires; Antonio María Gianelli, confesor; Roberto, abad; Ana García, virgen.
En la ciudad, los moros están cansados de matar; los cristianos que conviven allí están cansados también de aguantar insolencias y de sufrir humillaciones con peligro. Bastantes han preferido la salida y se han instalado en los alrededores, ocupando las cuevas de la montaña donde viven como ermitaños. Son más de los que se esperaba; casi se puede decir que han formado un cinturón cercando la ciudad de los emires. Con frecuencia reciben la visita de Eulogio, que les conforta con la palabra clara, fuerte y enérgica que deja en sus almas regustos de mayor entrega a Dios, mezclada con deseos de fidelidad a la fe cristiana y a los derechos de la patria.
Gran parte de ellos avivan en el alma deseos sinceros de perfección. Pasan el día y la noche repitiendo las costumbres ascéticas de los antiguos anacoretas entre la meditación y la alabanza. Las numerosas ermitas de la montaña forman un gran monasterio que sigue la Regla de los antiguos y pasados reformadores visigóticos Leandro, Isidoro, Fructuoso y Valerio quienes muy probablemente recopilaron, adaptándolas, las primeras reglas cenobíticas de los orientales recogidas por Pacomio, Casiano, Agustín y Benito. El más importante es el Tabanense.
Estalló la tormenta con el martirio del sacerdote cordobés Perfecto, que fue arrastrado al tribunal, condenado y degollado.
Hay revuelo en la ciudad y protesta e indignación en el campo. Ha nacido un sentimiento por mucho tiempo tapado; muchos, llenos de ánimo, se lanzan en público a maldecir al Profeta y se muestran deseosos de morir por la justicia y la verdad. El mismo Eulogio pretendió serenar los ánimos, pero de todos modos sostiene que «nadie puede detener a aquellos que van al martirio inspirados por el Espíritu Santo».
Isaac es un joven sacerdote de Tábanos, hijo de familia ilustre cordobesa; de buena educación, conocedor excelente del árabe, hábil en los negocios, servidor en la administración de Abderramán y de sus rentas. Pero amargado en la casa de su amo por la insolencia de los dominantes, por su prepotencia altanera, o quizá por escrúpulos de conciencia, decidió irse y entrar en Tábanos donde le trató Eulogio. Ahora, indignado por la persecución de los musulmanes, toma la decisión de presentarse al cadí con la intención de ridiculizar la injusticia y acabar en el martirio. Simula querer tener razones para aceptar la religión del Profeta y las pide con ironía y sarcasmo al juez, que cae en la trampa. Tan de plano rechaza ante el público reunido la mentira del Profeta, la bajeza de la vida del mahometano y la falsía de la felicidad prometida que, resaltando la verdad del Crucificado, la dignidad que pide a sus fieles y la verdad del único Cielo prometido, que, fuera de sí el improvisado y taimado maestro, abofetea a Isaac, contra la ley y la usanza. La crónica del suceso narrada por Eulogio coincide con la versión árabe relatada en las Historias de los jueces de Córdoba, de Alioxaní, por la que sabemos hasta el nombre del cadí, Said-ben Soleiman el Gafaquí, que le juzgó. Abderramán II mandó aplicar el rigor de la ley a su antiguo servidor; y para que los cristianos no pudieran hacer de su cadáver un estandarte dándole veneración, lo mantuvo dos días en la horca, lo hizo quemar y desparramar después sus cenizas por el río Guadalquivir.
Eso sucedió el miércoles 3 de junio. Dos días más tarde, el mártir es Sancho, un joven admirador de Eulogio, nacido cerca del Pirineo, que era un esclavo de la guardia del sultán; a este, por ser culpado de alta traición además de impío, lo tendieron en el suelo, le metieron por su cuerpo una larga estaca, lo levantaron en el aire y así murió tras una larga agonía; esa era la muerte de los empalados.
Seis hombres que vestían con cogulla monacal se presentaron el domingo, día 7, ante el juez musulmán, diciéndole: «Nosotros repetimos lo mismo que nuestros hermanos Isaac y Sancho; mucho nos pesa de vuestra ignorancia, pero debemos deciros que sois unos ilusos, que vivís miserablemente embaucados por un hombre malvado y perverso. Dicta sentencia, imagina tormentos, echa mano de todos tus verdugos para vengar a tu profeta». Eran Pedro, un joven sacerdote, y Walabonso, diácono, nacido en Niebla, ambos del monasterio de Santa María de Cuteclara; otros dos, Sabiniano y Wistremundo, pertenecían al monasterio de Armelata; Jeremías era un anciano cordobés que había sido rico en sus buenos tiempos, pero había sabido adaptar su cuerpo a los rigores de la penitencia en el monasterio de Tábanos, que ayudó a construir con su fortuna personal, y ya solo le quedaba esperar el Cielo y, otro tabanense más, Habencio, murieron decapitados.
En unos días, ocho hombres fueron mártires de Cristo.