Santos: Jenaro, obispo y mártir; Teodoro, Eustoquio, Secuano, obispos; Festo, Sosio, Próculo, diáconos; Desiderio, Félix, Constancia, Eustoquio, Acucio, Trófimo, Sabacio, Dorimedonte, Peleo, Nilo, Elías, mártires; Pomposa, virgen y mártir; María de Cervellón, Emilia María Guillermina Rodat, fundadora de las HH. de la Sagrada Familia; Alfonso de Orozco (beato), presbítero; María de Cervellón o de Socors, fundadora.
Cuando se pronuncia Jenaro se está hablando del popularísimo patrón de Nápoles.
Junto a su figura indudablemente histórica del mártir se mezclan elementos que bien han podido ser adicionados por la fábula y la imaginación de sus devotos al tiempo que han ido pasando los siglos. No hay que olvidar que, junto a la continua intercesión sobrenatural sobre los napolitanos que le invocan de modo continuo, hay todo un mítico mundo creado en torno a la imponente masa del Vesubio que condiciona todo el existir en la bahía partenopea. Ciertamente, sus habitantes han nacido y vivido siempre bajo la amenaza del volcán nunca muerto, aunque con frecuencia dormido, y su psicología está moldeada por ese secreto terror a la desgracia que se cierne sobre la ciudad en lontananza. Los primitivos habitantes de esa tierra y hasta los mismísimos paganos del Imperio dispusieron de amuletos protectores para apartar de ellos, de sus tierras y familias, todo lo que consideraban maléfico presagiado por la humareda. La ciudad de Nápoles, ya cristiana, aprendió a ver en Jenaro a su protector y supo hacer de él todo un símbolo.
Dato histórico es la muerte de Jenaro en el año 305. Los restos del mártir se conservan en la catedral napolitana. Fue uno de los obispos de Benevento, en la Campaña. Lo denunciaron, lo reconocieron y lo apresaron cuando él mismo iba a visitar a los cristianos que estaban presos.
Puede ser historia o quizá sea fábula. Cuentan que fue arrojado a un horno encendido con sus compañeros; pero salieron milagrosamente ilesos. Luego fue conducido a Puzzol donde había una nutrida comunidad cristiana desde que san Pablo puso su pie en aquella primera tierra europea, cuando iba camino de Roma; allí los expusieron a las fieras que, sin saber por qué, los respetaron. Como parecían ser hechos a prueba de muerte, decidieron por fin degollarlos. A varios de ellos nombra la lista: Con el obispo Jenaro o Januarius murieron los diáconos Sosio, Próculo y Festo, el lector Desiderio y, además, Eutiquio y Acucio. La leyenda añade que un anciano que profesaba la fe de Cristo, le pidió un recuerdo cuando pasaba la comitiva de presos hacia el martirio y se le apareció Jenaro entregándole un pañuelo ensangrentado.
Cuando murieron, un grupo de cristianos recogió un poco de su sangre para ponerla en unas ampollas y colocarla junto a su tumba. Después tomaron los restos y los depositaron en el «Campo de Marte» de Puzzol. Luego, lo trasladaron a las catacumbas de Nápoles, donde se conserva como testimonio una pintura mural del siglo v. Hubo sucesivos traslados a Benevento y a la Catedral napolitana en 1479. Allí le construyeron una capilla en el año 1608 en cumplimiento del voto que hizo toda la ciudad para agradecerle su protección durante la epidemia de peste del 1527 que asoló toda la región y de la que el santo mártir libró a la ciudad.
Al santo, salvador de naufragios, también le atribuyen los napolitanos haberse salvado de la erupción del Vesubio del año 1631, una de las más formidables y espantosas, comparable a la que arrasó a Pompeya, Herculano y Stabia en el año 79 de nuestra era; aquella que fue horripilante y tenebrosa con tintes apocalípticos. Apurados, sacaron su cuerpo y organizaron una procesión por la ciudad con rogativas especiales entre miedo y espantos; la innegable liberación la atribuyeron a la intercesión de Jenaro.
Hay algo misterioso, inexplicable y con posibilidad de ser constatado en nuestra época de fuerte incredulidad: la licuefacción de su sangre cada 19 de septiembre. Se diría que el Cielo hace un milagro a plazo fijo, aunque no es dogma de fe. ¡Y viene sucediendo desde hace siglos! La sangre del mártir, que presenta de ordinario un aspecto de sangre seca y sólida de color terroso, se cambia –sin que se sepa cómo ni por qué– en líquida y roja como recién vertida, en una ceremonia brillante y ostentosa, devota y abierta, en presencia de autoridades eclesiásticas y civiles, con fieles devotos mezclados entre curiosos e incrédulos, en su expositor de metal con cristal transparente. No es precisa una temperatura precisa y determinada para que se dé el cambio de color, volumen y peso, casi hasta el doble, ni guarda el fenómeno una proporción constante entre el cambio del estado sólido y el líquido. El resultado final es el habitual: entre los devotos, una explosiva acción de gracias en medio de un entusiasmo delirante y para los agnósticos pertinaces que solo tienen actitudes racionalistas, la ira, la rabia y el sarcasmo.
La ciencia constata que es sangre humana, que se verifica el cambio y que se comprueban los fenómenos descritos. ¿Explicaciones? Ninguna, solo constata el hecho. Como revive la sangre que voluntariamente se derramó por y para la vida eterna, ¿no será este hecho hoy inexplicable una broma en la que Dios quiere gozarse para escandalizar sobrenaturalmente a los «sabios»?