Santos: Andrés Kim, presbítero, y Pablo Chong, mártires de Corea; Ciro, Clicerio, Filigonio, obispos; Miguel, Teodoro, Susana, Felipa, Sócrates, Dionisio, Eustaquio, Teopista, Agapio, Teopisto, Prisco, Evilasio, Privato, mártires; José María de Yermo y Parres, sacerdote y mártir; Fausta, Cándida, vírgenes; Montano, monje; Gregorio, Pedro, Demetrio, Isabel, anacoretas
El sacerdote José María de Yermo y Parres nació en la hacienda de Jalmolonga, municipio de Malinalco, Estado de México, el 10 de noviembre de 1851, hijo del abogado Manuel de Yermo y Soviñas y de María Josefa Parres. De nobles orígenes, fue educado cristianamente por el papá y la tía Carmen, ya que su madre murió a los 50 días de su nacimiento. Muy pronto descubrió su vocación al sacerdocio.
Con dieciséis años deja la casa paterna para ingresar en la Congregación de la Misión en la Ciudad de México. Después de una fuerte crisis vocacional sale de la familia religiosa de los Paúles y continúa su camino al sacerdocio en la Diócesis de León, y allí fue ordenado sacerdote el 24 de agosto de 1879. Sus primeros años de sacerdocio fueron fecundos de actividad y celo apostólico.
Fue un elocuente orador, promovió la catequesis juvenil y desempeñó con esmero algunos cargos de importancia en la curia, a los cuales tuvo que renunciar por motivo de enfermedad. El nuevo obispo le confía el cuidado de dos iglesitas situadas en la periferia de la ciudad: El Calvario y el Santo Niño. Este nombramiento fue un duro golpe en la vida del joven sacerdote que, quizá por sus propias cualidades y por su condición social, tenía entonces otras aspiraciones dentro del estamento eclesiástico. El hecho fue que, aunque la decisión episcopal le sacudió profundamente en su orgullo, sin embargo decidió seguir a Cristo en la obediencia sufriendo esta humillación silenciosamente.
Un día, mientras se dirigía a la Iglesia del Calvario, se halla de improviso ante una escena terrible: unos puercos estaban devorando a dos niños recién nacidos. Estremecido en su fina sensibilidad por aquella tremenda escena, se siente interpelado por Dios, y en su corazón ardiente de amor proyecta la fundación de una casa de acogida para los abandonados y necesitados. Obtenida la autorización de su obispo pone mano a la obra y el 13 de diciembre 1885, seguido por cuatro valientes jóvenes, inaugura el Asilo del Sagrado Corazón en la cima de la colina del Calvario. Este día es también el inicio de la nueva familia religiosa de las «Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres».
Desde ese día, el Padre Yermo pone el pie sobre el primer peldaño de una larga y constante escala de entrega al Señor y a los hermanos, que conoce mucho de sacrificio y abnegación, de gozo y sufrimiento, de paz y de desconciertos, de pobrezas y miserias, de apreciaciones y de calumnias, de amistades y traiciones, de obediencias y humillaciones. Su vida fue muy atribulada, pero aunque los sinsabores, amarguras y dificultades se alternaban a ritmo casi vertiginoso, no lograron nunca abatir el ánimo ardiente del apóstol de la caridad evangélica.
En su vida no tan larga (1851-1904) fundó escuelas, hospitales, casas de descanso para ancianos, orfanatos, una casa muy organizada para la regeneración de la mujer, y poco antes de su santa muerte, acontecida el 20 de septiembre de 1904 en la ciudad de Puebla de los Ángeles, llevó a su familia religiosa a la difícil misión entre los indígenas tarahumaras del norte de México. Su fama de santidad se extendió rápidamente en el pueblo de Dios que se dirigía a él pidiendo su intercesión. Fue beatificado por el papa Juan Pablo II el 6 de mayo 1990 en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la ciudad de México, y canonizado en Roma el 21 de mayo del 2000.
La caridad hace que los verdaderos hombres de Dios no sean jamás insensibles a los problemas humanos de sus contemporáneos; en muchas ocasiones, como sucede en el caso del Padre Yermo –así lo nombraban–, se traduce en una extensísima acción social, consecuencia del precepto evangélico.