Santos: Félix, presbítero; Eufrasio, Dacio, Fulgencio, Sabas, Caldeolo, Barbescemin, obispos; Malaquías, profeta; Juan de Ribera, Macrina, confesores; Ponciano, Prisco, Prisciliano, Engelmaro, Benedicta, mártires; Esteban, abad.
Tan mal estaban las cosas en su época que los herejes y los infieles disfrutaban esperando la pronta disolución de la Iglesia. Juan sintió fervor por los santos reformadores que el Espíritu Santo suscitó, también en ese tiempo, para aliviar las penas de su pueblo.
Nace en Sevilla, cuando esta era la puerta de entrada y salida para el Nuevo Mundo, y pertenece a la mejor prosapia. Hijo bastardo de don Pedro Afán Enríquez de Ribera y Portocarrero, conde de los Molares, duque de Alcalá, Virrey de Nápoles y antes de Cataluña. Su madre, doña Teresa de los Pinelos, murió muy pronto. La familia, con sus títulos nobles, es conocida en la ciudad por su generosidad y amor a los pobres.
Estudia en la Universidad de Salamanca cuando el Claustro salmanticense vive un período áureo entre las lecciones de Vitoria y los teólogos que tienen mucho que ver con Trento, porque son tiempos en los que la infidelidad y la herejía se combaten con las espadas y con la pluma. Allí termina los estudios y tiene cátedra.
El papa Pío IV lo nombra obispo de Badajoz, cuando aún no ha cumplido treinta años; no hay que olvidar que es hijo del Virrey de Nápoles y esas cosas tenían mucho peso por aquel entonces. Da comienzo a su andadura como prelado enviando seis predicadores con San Juan de Ávila para preparar las almas a la reforma que se postula desde Trento. Por su parte, no se queda quieto: predica con entusiasmo, se pone como un confesor más en el confesonario, visita y atiende con los sacramentos a los enfermos y, a veces, le toca dormir sobre sacos de sarmientos. Y hasta vende la vajilla de plata para remediar a los pobres. Escribe normas para la reforma de la vida de los obispos, primeras en España en su género. Para disgusto de los pacenses, les dura poco este obispo como pastor.
Ahora es Valencia la que disfrutará de su gobierno. Le ha precedido un santo que puso las metas muy altas. Fue Santo Tomás de Villanueva, el fraile que dio un vuelco a Valencia que por un siglo no ha disfrutado de la presencia de sus obispos. Allá va Juan como Arzobispo, después de haber dejado en Badajoz, repartidos entre los pobres, sus dineros, bienes y alhajas. Madruga, reza, estudia, recibe a la gente sin trabas ni excesos de respeto; es parco en la comida, rompe frecuentemente los moldes usuales de la época, siendo suficiente en ocasiones los higos secos, uvas o frutas del tiempo. Va haciendo acopio de libros como intelectual sin remedio. La Misa le dura con frecuencia dos horas… y con lágrimas, luego de despedir al acólito para estar a gusto con el Señor después de la consagración y entrar en diálogo íntimo, personal e intenso. Suenan las disciplinas y guarda los cilicios en lugar recóndito que siempre descubre su perspicaz asistente.
La meta marcada en su trabajo es poner en marcha la reforma de Trento. Sufre el problema de la abundante morisca a la que no consiguió convertir. Celebró siete sínodos. Las continuas visitas pastorales son el quicio de su pastoral junto con la atención a su clero al que adoctrina, anima, corrige o amonesta, siempre dándole ejemplo. Burjasot le ha visto en su plaza explicando el catecismo a los niños. En su propio palacio monta una escuela para los hijos de los nobles porque afirma que es obispo de todos: allí se forman bien los alumnos, se educan, pasan a la universidad, ayudan en los pontificales; aquello se parece por la piedad y los buenos modos a un seminario y, de hecho, salen de la institución cardenales, arzobispos y altos eclesiásticos.
Felipe III lo hace Virrey de Valencia y, desde entonces, las cosas marchan mejor, sobre todo la recta administración de la justicia.
Fundó en la ciudad el Colegio y Seminario del Corpus Christi. Y falleció en su amado colegio el 6 de enero de 1611. En Valencia se festeja el día 14 y en Badajoz, el 19, ambos en enero.
Con hombres tan íntegros y apostólicos, la Iglesia superó el obstáculo de herejes y de infieles. No hizo San Juan sino lo que es propio de un obispo, pero hacerlo en aquel tiempo fue mucho mérito.