Santos: Valero, Sulpicio Severo, Potamión, Constancio, obispos; Papías, Sarbelio y Bárbea, Bedaya, Seustio, Mauro, mártires; Julián el Hospitalario, confesor; Radegundis, virgen; Cesáreo (César), diácono; Gildas, Carlos, abades; beato Manuel Domingo y Sol, fundador de la Hermandad Sacerdotal de los Operarios Diocesanos.
Mi amigo Jesús Tercero, un sacerdote experimentado, santo y culto donde los haya, al saber que tenía en la cabeza la intención de escribir algo que pusiera de manifiesto a los ojos de la gente la santidad de muchos, muchísimos, y pudieran servir como estímulo entre divertido y formal para caminar por donde debemos pisar los cristianos, me advirtió, al ver las dificultades que me iban surgiendo, que la empresa era difícil, que la selección sería necesaria y que tuviera cuidado porque hubo tiempos en la Iglesia en que muchos de los santos no lo serían hoy de haber existido entonces la criba que supone el proceso de canonización como excelente control de calidad del cristiano que sube a los altares. Conversábamos en mi casa una tarde en que había ido como tantas otras a atender espiritualmente a mi madre anciana. Me aseguró, entre chanzas, que incluso había algún santo que había matado a su propio padre.
El tiempo en que vivió Julián –llamado el Hospitalario– y el lugar de su nacimiento nos son desconocidos. Tampoco sabemos cosa alguna de sus padres. Sí conocemos su historia y tal como nos llegó la repito.
Se cuenta que sus negocios le obligaron a ausentarse de su casa un tiempo y a organizar un largo viaje. Nada más regresar, muy contento con el éxito de su gestión, Julián se dirigió a su casa y se encaminó al lecho conyugal con la intención de abrazar a su esposa. Era muy de mañanita; solo acababa de despuntar la aurora. La sorpresa fue mayúscula y el shock interno superior al darse cuenta, en medio de la penumbra, de que no estaba sola en la cama; ciego por la ira segó la cabeza de un tajo con la espada y otro tanto hizo con el cómplice, marchándose como un loco de aquel lugar en su caballo con ánimo de no regresar. No había caminado mucho cuando se encuentra al doblar la calle, envuelta en su manto, a su mismísima esposa que regresaba de la Misa mañanera a la que asistía cada día justo para rezar por él. La sorpresa es indescriptible y la ofuscación, aún mayor. Ella le dijo cómo había recibido la visita de sus suegros, los padres de Julián, y que los había instalado en la mejor estancia y cama de la casa. La palidez de su cara parece indicar un desmayo por el choque de las emociones al descubrir el drama del terrible parricidio. Julián decidió sobre la marcha abandonar el pueblo, dejar sus negocios, huir hasta el fin del mundo y emplear su tiempo en llorar la culpa y expiar el crimen.
Acompañado de su esposa, decidieron caminar mientras pudieran.
Tras muchas jornadas de camino, después de atravesar un espeso bosque, llegaron a la orilla de un caudaloso río. Consideraron los dos esposos que aquel lugar era bueno para sus planes expiatorios. Allí construyeron una cabaña para ellos y un amplio cobertizo en el que poder dar albergue a los peregrinos y mendigos ambulantes. Julián se asentó en el lugar como aguador y roturó un trozo de tierra para sacar de ella el sustento diario.
El matrimonio empleaba el día dedicado a los rezos, evitando cualquier clase de pecado; muy felices de comprobar que iba en aumento su amor y que eran útiles a los demás. Los malos pensamientos y el recuerdo del punto negro pasado atormentaba por épocas a Julián y lo sumía en profunda tristeza; era una situación que no conseguía su esposa hacer desaparecer por más que lo intentaba. Lo consiguió un mendigo leproso que un día llamó a la puerta solicitando comida, el abrigo del fuego y el favor de que le pasaran a la otra orilla. Llegados al otro lado del río, aquel personaje que revolvía las tripas con solo verle, tomó el aspecto de un ángel bellísimo que, antes de partir y marcharse, dijo a Julián: «La paz sea contigo, Julián. Tu pecado ha sido perdonado hace mucho tiempo. El mismo nuestro Señor ha querido que yo te lo anunciara. Adiós, o mejor dicho, hasta pronto». Así fue como se despidió.
Pocos días más tarde, Julián y su esposa morían a un tiempo, entrando ambos, cogidos de la mano, al paraíso.
Mira por dónde, la conversación con mi amigo Jesús terminó por encontrar al protagonista de su afirmación. No sé si habrá otros santos en parecido contexto; ni siquiera sé si la historia que acabo de contar es fábula o hecho verdadero por posible, adornado con gallardetes que enseñan el valor del arrepentimiento sincero. La absoluta carencia de datos personales, de entorno geográfico, de época al menos probable y de contexto hacen temer que sea más invento que realidad. Menos mal que ya se contaba en el siglo xii –hasta llegan a situarla en el sur de Francia o en la misma Cataluña– y luego la repiten los catálogos más prestigiosos hasta los años cristianos modernos; eso me salva. Pero, de todos modos, de Julián el Hospitalario sí aprendemos la necesidad del control de los actos aun en el momento aparentemente menos propicio. La insensatez de la ira nubla tanto que entorpece la razón, impide el dominio y animaliza al hombre arrastrándole hasta las peores vilezas; esas que necesitan una vida entera de penitencia para equilibrarse.