Santos: Margarita María de Alacoque, virgen; Eduvigis, viuda; Ambrosio, Lulo o Julio, Florentino, Elifio, Demetrio, Eugenio, Evodio, Colman, Bertrán, Mummolino, obispos; Saturnino, Nereo, Martiniano, Bonita, Saturiano, Máxima, Basiano, Faviano, Sabiniano, mártires; Bolonia, virgen y mártir; Gerardo Mayela, Galo, Bercario, abades; Gordiano, Vital, ermitaños.
Durante el reinado de Luis XIV, rey que adelantó su mayoría de edad y comenzó a reinar con 14 años, en un convento de Francia, se gestó por la monja Margarita María la reacción a la demoledora obra del libro Augustinus escrito por el holandés obispo de Yprès que propició una auténtica revolución contra la piedad cristiana y la obediencia al papa.
El obispo se llamaba Cornelio Jansenio; murió en 1638; su principal obra Augustinus se publicó dos años después de su muerte y se condenó el 31 de mayo de 1653. Murió arrepentido de sus errores y en el seno de la Iglesia, pero la muerte había impedido su retractación pública. El contenido de su pensamiento era que Dios no había querido tanto a los hombres como para morir por todos ellos, presentándolo frío, lejano, impasible ante la conducta buena o mala de los hombres que obran el bien o el mal de modo irresistible; un juez más que un padre. Las consecuencias para la piedad cristiana fueron desastrosas: desde el desprecio de la oración hasta el olvido práctico de los sacramentos.
Margarita nació en Lauthecourt el 22 de julio de 1647. Estudió interna en las clarisas de Charolles; enfermó y atribuyó a la Virgen María su milagrosa curación de una parálisis. Pasa una juventud llena de vitalidad, amante del bullicio, con abundante vida social y hambrienta de afectos. Con veintidós años y después de comulgar tomó la decisión de hacerse religiosa. Lo comunica a su familia con el ruego añadido de que se ocupen de desilusionar a los pretendientes; el obispo aprueba la decisión y le permite que añada el nombre de María al suyo propio.
Ingresa en el monasterio de las salesas en Paray-le-Monial el 25 de mayo de 1671; profesa en la Orden de la Visitación de Nuestra Señora el 6 de noviembre del 1672. Se distingue muy pronto por su amor a Jesucristo en la Eucaristía; en los años 1673-1674 tuvo visiones de Cristo, que le mostraba su compasivo y sangrante corazón, abismo insondable de amor a los hombres, que fundamentan la devoción católica del Sagrado Corazón de Jesús.
Entiende Margarita que esa comunicación privada es un querer divino no solo para ella. Lo expone a la superiora y a las autoridades eclesiásticas competentes a las que resulta tan extraño todo el asunto que la mandan examinar por «personas doctas»; el resultado fue que la tratan de visionaria, indican la prohibición de esos gustos tan fuera de lugar y mandan que le den de comer sopas. A partir de este momento, parte de su cruz será obedecer y permanecer en sus deseos. Solo el P. Claudio de la Colombière, que ha llegado como superior a la casa que en la ciudad tienen los jesuitas, la entenderá y la animará, cuando le abra el alma en unos ejercicios espirituales que predicó a las salesas.
Exteriormente, Margarita es una hermana en la que se puede confiar; monja de apariencia gris, siempre enferma, muy tímida, algo medrosa pero apta para cualquier trabajo que se le encomienda. Fue enfermera, profesora de las alumnas de familias distinguidas que vivían en el colegio, maestra de novicias, y propuesta para superiora.
La octava del Corpus Christi del 1675 tiene una aparición del Sagrado Corazón de Jesús que le dice: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y, en cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes por sus irreverencias, sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es todavía más sensible es que obren así hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por esto te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta especial para honrar a mi Corazón, comulgando en ese día y reparando las ofensas que he recibido en el augusto sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abundancia las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este homenaje y trabajen en propagar aquella práctica».
Después de la experiencia tenida, no deja de promover la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con todos los medios que tiene a su alcance: por carta, persona a persona, refiriendo gracias, favores y carismas, distribuyendo pequeñas estampillas, escribiendo al capellán del rey Luis XIV para pedirle que le consagre su persona, su familia y su palacio. Intenta y consigue la aprobación para celebrar la Misa del Sagrado Corazón. Comunica el querer de Dios de modo especial a las monjas y a los sacerdotes. La devoción sale de Paray-le-Monial a las comunidades de salesas en Dijon, Moulins, Saumur; luego, Lyon y Marsella; después, Europa y América. El resultado de esta actividad es una explosión de fervor y un deseo de buscar la santidad. No lo consiguió sin obstáculos enconados por quienes estaban inficionados de jansenismo y por los que consideraban innecesaria una nueva práctica de piedad.
La devoción al Corazón de Jesús que propaga Margarita no es un chorreón de sentimientos ni está apoyada en emotividades tan dulzonas como pasajeras. Ella entiende que el amor a Jesucristo sufriente en el Huerto ha de expresarse en acompañar, expiar y reparar las ofensas de todos los tiempos; es participar en el dolor, angustia, soledad y abandono que sufrió Jesús por los pecados de la humanidad. Se resuelve en deseos de fidelidad y de purificación personal, en búsqueda continua de la Eucaristía para acompañarle, en deseos vivos de comunión, y en la necesidad de vivir muriendo hecha pedazos por glorificar a Dios y salvar a los hombres, contrarrestando la obra destructora del pecado. Por eso su mensaje al mundo cristiano son prácticas sencillas, firmes, llenas de fe, al alcance de cualquiera: Misa, comuniones frecuentes, visitas, oración y horas santas.
Murió el 17 de octubre del 1690.
El papa Benedicto XV la canonizó el 13 de mayo de 1920. En la bula de canonización se hace mención explícita de la promesa de la perseverancia final a quienes comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos.