Nuestra Señora del Camino. Santos: Francisco de Paula, fundador, patrono de los delineantes; Teodosia, Anfiano, Edesio, Enrique, Eutimio, Tito, Flodoberta, mártires; Abundio, Urbano, Nicesio, Víctor, Bernardo, obispos; María Egipcíaca, penitente; Elba, abadesa; Juan Laine, mártir (beato).
La maravillosa acción del Espíritu Santo no tiene barreras, salvo –claro está– el límite que el hombre pone a su obra santificadora. La ardua y agradecida tarea que llevo de recorrer uno a uno los días del calendario para sacar a la luz siquiera sea una brizna del escondido tesoro de fidelidad que se pasea por la historia, garantiza la afirmación. Hay santos de todo pelaje, brillan todos los tonos del arco iris y los hay para todos los gustos. Son como un abanico de posibilidades en el que a uno solo le queda el trabajo de situarse en el lugar y bajo la protección del santo con el que se sienta más afín para intentar tomarlo como modélico protector e iniciar el camino hacia la santidad con más brío. Hoy propongo la consideración de María; lo de «Egipcíaca» le viene de Egipto, el lugar en que nació.
Dato cierto: una tumba de una cristiana ermitaña, en una cueva del desierto con el nombre de María. No hay más.
La primera fuente escrita está en la Vida de san Ciriaco, que escribió Cirilo de Escitópolis. Allí se narra que, caminando a través del desierto y al otro lado del Jordán, los abades Juan y Panamón vieron las señales de un cuerpo humano. Ambos pensaron que sería un anacoreta, pero, cuando intentaron acercarse, la imagen desapareció. Se dieron cuenta de que en aquellos alrededores había una gruta y sospecharon que en su interior había debido esconderse el anacoreta para evitar contacto con los caminantes. Al acercarse para decir al hombre de Dios que solo querían pedir su bendición y escuchar atentamente su palabra, descubren que el supuesto solitario es una mujer llamada María, que tenía el cuerpo retostado por el sol y los cabellos blancos como la lana.
Ella les refiere que en otro tiempo, por culpa del demonio, fue una cantante que, con sus exhibicionismos y representaciones, había llevado a muchos al pecado; eso fue en Alejandría, donde tenían lugar sus malas artes pecaminosas de las que vivía. Consciente de su escándalo, se sintió movida a expiar sus muchos pecados con una vida solitaria de penitencia.
Se alimentaba de una cestilla de habas que milagrosamente nunca disminuían y bebía de una fuente que brotaba en el interior de aquella gruta a pesar de lo desértico del lugar. Y añade que lleva ya dieciocho años viviendo en la misma oquedad.
Estas noticias las contaba el abad Juan a Ciriaco –también santo, luego– estando presente Cirilo de Escitópolis; la conversación venía a cuento porque Juan estaba narrándole el lugar donde se encontraba la cueva que él cerró definitivamente al año siguiente, dejando dentro el cuerpo de María que él enterró al encontrarla muerta.
Sofronio, obispo de Jerusalén (s. VIII), divulgó la vida de María Egipcíaca, tomando los datos de la Vita Sancti Ciriaci, y haciendo una biografía legendaria, con intentos ejemplarizantes, llena de rasgos simpáticos, con abundancia de detalles atrayentes, y aumentos que agigantan la figura de la anacoreta penitente. Tanto que María Egipcíaca pasó a Occidente consiguiendo una notabilísima popularidad. Y testigo de ello son las vidrieras que las catedrales góticas de Chartres, Bourges y Auxerre presentan como motivos ornamentales algunos episodios de su vida.
La iconografía de María Egipcíaca, presentada como mujer desnuda pero cubierta con una larguísima cabellera, es susceptible de ser tomada y confundida por la de su homónima Magdalena.
En cuanto a lo escrito sobre ella, disponemos también de un precioso poema castellano de acusado valor literario –probablemente tomado de una base provenzal– que se titula Vida de Madona Sancta María Egipciaquía, de comienzos del siglo XIII, conservado en un códice de la biblioteca del Monasterio de El Escorial.
Esa cuestión de haber probado los deleites y las hieles de los pecados de la carne, si de verdad se quiere hacer el intento de la rectitud en lo que quede de vida, nunca es motivo de desesperanza para coronar en cristiano y con éxito la existencia. Las patronas de las pecadoras públicas arrepentidas dieron ejemplo de decidida respuesta a la misericordia de Dios. Concretamente María Egipcíaca, se excedió apasionadamente en la penitencia del mismo modo que antes se había excedido –Berceo la llama «pecatriz sin mesura»– en los vicios. Y compensó.