«Y así como el Espíritu Santo, al besarla en el arrullo de su amor, en la caricia de su brisa, en el abrazo de su poder y en la fecundidad de su beso, la hizo amor de su infinito amor, en participación de su caridad en donación de Esposo, así el Verbo, al llamarla: ¡Madre!, la hizo tan Palabra, ¡tanto!, que la Virgen, como expresión de la realidad que era y que vivía por el poder de la gracia que sobre Ella se había derramado, pudo llamar a Dios: ¡Hijo mío! Dándosele el Padre Eterno en tal plenitud de sabiduría y con tal vivencia de los misterios divinos, que, ahondada en lo profundo de Dios, intuía desbordantemente en lo que el Ser se es en sí.»
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