Santos: Matías, apóstol; Pascual, papa; Isaac, Bonifacio, Víctor, Corona (Estefanía), Félix, Cecilio, Poncio, Isidoro, Justa, Justina, Enedina, mártires; Bonifacio, Claudio, Pacomio el Joven, Pomponio, obispos; Godescalco, Gerásimo, abades; Miguel Garicots, fundador; Gil, confesor; María Dominica Mazzarello, fundadora de las Hijas de María Auxiliadora; Vicenta Gerosa, Juliana de Norwich, santas.
Ya se había ido al Cielo Jesús con su Ascensión. Los Apóstoles se van a Jerusalén al «piso de arriba» donde habían celebrado la Última Cena que aún seguía sirviendo como punto de reunión común al núcleo primero de la Iglesia. Uno de aquellos días toma Pedro la palabra y dice:
«Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, que fue el guía de los que prendieron a Jesús. Él era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio. Este, pues, habiendo comprado un campo con el precio de su iniquidad, cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. –Y la cosa llegó a conocimiento de todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó Haqueldama, es decir: ‘Campo de sangre’.– Pues en el libro de los Salmos está escrito: ‘Quede su morada desierta, y que no haya quien habite en ella’. Y también: ‘Que otro reciba su cargo’. Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su Resurrección».
Así que, cuando estaban reunidos unos ciento veinte discípulos, más los Apóstoles, María, la Madre de Jesús, y unas cuantas mujeres, Pedro decide completar el número de los Doce, porque Judas se había ahorcado. Consciente de su autoridad que es un servicio, un compromiso asumido de cuidar de los demás, sin caprichos ni arbitrariedades, sino invocando las profecías y apoyado en ellas, decide tomar la iniciativa para el reemplazo. Y establece las condiciones: que sea varón, uno de los que estuviera con ellos desde el comienzo de la vida pública, y que haya visto al Resucitado para poder testificarlo.
La elección tiene dos partes: la primera, presentar candidatos que reúnan los requisitos; la segunda, designar al que Dios haya señalado.
Así lo hicieron con sencillez, sin nepotismos que aún eran impensables en la Iglesia, sin favoritismos de ninguna clase. Presentaron a José, el Justo, con el sobrenombre de Barsaba, y a Matías.
Con la certeza de que el asunto responde a un querer divino, todos se ponen a hacer una oración confiada para que sea el Señor quien muestre al que ya eligió; luego recurren a echar suertes sobre los posibles, siguiendo un uso hebreo frecuentemente utilizado en el Antiguo Testamento, escribiendo los nombres de los candidatos en palillos, tablillas o trozos de cuero y sacar al elegido.
Matías fue agregado al grupo y completó el número de los Doce. Ha comenzado en la Historia de la Iglesia la legítima sucesión apostólica que se continuará hasta el fin de los tiempos. Ya lo tenía previsto el Señor y así lo entendieron los primeros; por eso, su proceder sienta base para el futuro. La misión de predicar el Evangelio por el mundo entero había de durar hasta que Él volviera; necesariamente habían de sucederse generaciones en el ministerio encomendado. Esta inteligencia del querer de Jesús se llama y es uno de los aspectos de la Tradición. Y el que la Iglesia se llame y sea «Apostólica» no quiere decir otra cosa que, en el discurrir del tiempo, está fundada sobre el cimiento de los Apóstoles, dándose con la sucesión una continuidad de autoridad, servicio o ministerio, y fines entre el primer Colegio, ese grupo estable que quiso su Fundador, y el Colegio renovado en cada época hasta el final de la vida del hombre en la tierra.
Ya no se sabe más del Apóstol Matías. Una antiquísima y repetida tradición afirma que Matías llevó el Evangelio a Etiopía, donde murió mártir.
Es una vida oscura humilde y desconocida; quizá alguna vez él mismo sintiera un cierto sinsabor al haber sido llamado a ocupar el puesto deshonrado por la traición de su antecesor. Pero así de escondido es el servicio ministerial a los fieles; la eficacia está no en el brillo relumbrón, sino en la fidelidad a la misión encomendada en el puesto santificable.