Nuestra Señora de los Ángeles.Santos: Eusebio de Vercelli, obispo; Esteban, papa; Máximo, Auspicio, Eufronio, Pedro de Osma, obispos; Catalina, Teódota, Evodio, Rutilio, mártires; Guillermo, abad; Juana de Aza y Pedro Fabro, beatos.
En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la que la Trinidad Beatísima sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos por toda la eternidad, y las criaturas angélicas dan a la Señora la honra que merece.
Desde que la doncella nazarena, María, fue visitada –«concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin»– por aquel personaje celeste, todo un Arcángel, y le dio «el sí», que sonaba a culto «genoito» griego o a «fiat» latino vulgar, la Virgen María es la Madre de Jesucristo. Así lo ha confesado la Iglesia desde siempre, y, cuando la maternidad divina fue puesta en entredicho –alguna vez, quizá, por no ser los hombres capaces de exponer lo que en el Hijo Encarnado pertenece al misterio–, surgieron concilios que explicitaron la fe.
La misma revelación llamará a Jesucristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, Señor de señores (cfr. Ap 19, 16). Jesucristo es Señor porque le compete una plena y completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; este dominio, además de ser pleno, le es propio y es absoluto. La grandeza de María está íntimamente relacionada con la de su Hijo y su soberanía es plena y participada de la de su Hijo. El término Señora aplicado a la Virgen no es una metáfora; con él designamos su verdadera preeminencia y reconocemos en ella su auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser Madre del Dueño y Señor, es verdadera y propiamente Soberana, encontrándose en la cima de la creación y siendo efectivamente la primera y principal persona no-divina del universo. Afirma la bula definitoria de la Inmaculada, Ineffabilis Deus (8-XII-1854), que ella es «bellísima y perfectísima, tiene tal plenitud de inocencia y santidad que no se puede concebir otra mayor después de Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender».
Por esta razón, ha sido venerada siempre como la criatura más excelsa, por encima de todos los Ángeles. Ellas, las criaturas celestiales, diversificadas en sus jerarquías de Querubines, Serafines, Tronos, Principados, Potestades, Ángeles y Arcángeles, le rinden pleitesía, como los patriarcas y los profetas y los Apóstoles… y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos…
Pero como los títulos de María están fundamentados en su unión con Cristo como Madre y en la asociación con su Hijo en la obra redentora del mundo, resulta que, por el primer fundamento, María es Madre de Dios, lo cual la enaltece sobre las demás criaturas; por el segundo, María también es nuestra Señora, dispensadora de los tesoros y bienes de Dios, en razón de su corredención. Cierto que en múltiples y variadísimas ocasiones hemos acudido a ella recordándole este hermoso título soberano, y lo hemos considerado repetidas veces en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario. Hoy, de una manera especial, ¿qué puede impedirnos que la tratemos con el cariño de un hijo? De hecho, su propio Hijo le aplicó las mismas palabras del Amado que se leen en el Cantar de los Cantares, diciéndole: «Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. Huerto cerrado, fuente sellada. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente» (Ct 4, 7; 4, 12; 2, 10 y 12) ¡Ven, serás coronada!.
Seguro que Ella nos espera; seguro que desea que nos unamos a la alegría de los ángeles y de los santos… con toda la creación. Y tenemos derecho a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.