Nuestra Señora la Virgen del Rosario. Santos: Marcos, papa; Julia, Justina, vírgenes y mártires; Elano, Sergio, Baco, Leopardino, Marcelo, Apuleyo, Osita de Quarendón, mártires; Gustavo (Augusto), Canoco, abades; Paladio, Rigaldo, Cuarto, Eterio, Eumenio, Adelgiro, Armentario, obispos; Augusto, Elano, presbíteros; Adalgiso, confesor.
La curiosidad ha llevado a preguntar por el origen del Rosario. Hay quien afirma que lo inventó o fundó santo Domingo de Guzmán que sí fue el fundador de la Orden de Predicadores a los que ahora se les reconoce de modo más simple, llamándoles dominicos.
La estricta verdad es que desde siempre la Iglesia amó y veneró a María y buscó en ella remedio a sus males. La forma actual de rezar el rosario repartiendo grupos de padrenuestros y avemarías haciendo corona con los principales misterios de la redención, desgranando una a una las cuentas, no es más que el culmen de un proceso natural de piedad filial y de cuajada fe. Que se atribuya el invento a Domingo de Guzmán solo resalta un momento de la historia de la Iglesia en que, cuando arreciaba la lucha contra los albigenses, Domingo de Guzmán y los dominicos primeros recurrieron a la Señora porque aquellos herejes negaban su maternidad divina y perpetua virginidad; inculcaron al pueblo el recurso a la oración a la siempre virgen Madre de Dios, repitiendo avemarías. ¡Qué bien lo hicieron Alano de Rupe en los Países Bajos y Santiago Sprenger en Alemania y toda Centroeuropa siendo difusores de esta forma de piedad! Esa devoción cuajó.
Pero la Fiesta del Rosario está unida a la persona del papa Pío V. El 5 de marzo de 1572, meses antes de su muerte, con la bula «Salvatoris Domini», recordando agradecido el triunfo cristiano sobre los turcos, permite la erección de la Cofradía del Rosario y la celebración anual de la fiesta de la Virgen del Rosario, a petición de don Luis de Requesens, señor de Martorell, en Barcelona. Su sucesor Gregorio XII extiende la fiesta a todas las iglesias o capillas que tengan erigida la Cofradía. Más tarde, el papa Clemente XI, en el 1716, la amplía a la Iglesia universal. Y, finalmente, en la reforma litúrgica de Pío X, en el 1913, se señala la fiesta en el día 7 de octubre, memorable fecha de la batalla de Lepanto.
Tanto en Lourdes de Francia como en la lusitana Fátima ha habido hitos marcados por la Virgen María para alimentar la piedad filial de los hijos. A los privilegiados Bernardette Subirous, Lucía, Francisco y Jacinta –todos ellos sencillos, ignorantes y pobres, pero de corazón limpio– les llegó el recado; ellos lo oyeron así, lo rezaron y lo transmitieron. El Rosario era el medio señalado para librar de muchos males a los suyos y para darles la paz.
Con ello, la misma Virgen María daba la razón a los papas, que no dudaron en llenar de bendiciones su rezo, premiaron con indulgencias la devoción, aconsejaron su uso y lo recomendaron de modo claro y firme. El Rosario, ese instrumento que ocupa toda la gama de posibilidades, desde el tosco de madera y rústico de hueso hasta el rico de perlas y metales preciosos fomenta la piedad. Es «arma poderosa». Por eso debe llevar el calificativo de santo.
Sencilla y a la vez profunda manera de tratar a la Madre, válida para el sabio teólogo y también para quien ha recibido solo los rudimentos de la fe y no conoce más que los rezos pertenecientes al común acerbo de bienes cristianos en la piedad, como el Padrenuestro, aprendido de la misma boca de Jesús, y el Avemaría, que toma prestadas las palabras del Arcángel Gabriel en el momento de la Anunciación: «Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre» que fue el modo divino empleado para pedir la contribución de su Madre al plan salvador. Es en la boca creyente saludo amable, reconocimiento de grandeza y profesión de fe en la realidad mesiánica del hijo al pronunciar Jesús. La segunda parte de la breve oración reconoce la maternidad divina «Santa María, madre de Dios» y a ella se recurre con plena confianza filial conscientes de nuestra condición «ruega por nosotros, pecadores», haciendo petición de ayuda en las necesidades actuales, poniendo en sus manos los proyectos nobles de futuro, las alegrías y las penas, la acción de gracias con el «ahora» y la perseverancia final «y en la hora de nuestra muerte».
Cristocéntrica y mariana a la vez la oración del santo Rosario que es como un Evangelio en miniatura; porque los quince misterios ponen ante el ojo la realidad de los hechos realizados para nuestra Salvación agrupados en conjuntos homogéneos de la infancia, dolor y triunfo del Señor y, junto a su obra salvadora, la inseparable presencia cooperante de la bendita Madre que Dios quiso.
Manifiesta el unánime sentir del pueblo cristiano que lo usa en cualquier circunstancia y lugar tanto cuando vela un cadáver, como esperando al autobús o caminando hacia el trabajo; en reunión familiar, o en el templo con actitud agradecida y esperanza confiada. Es la sencilla, repetitiva y humilde plegaria que da todo hecho menos el calor interior que cada uno ponga. Válida para momentos ardientes y para situaciones espirituales desangeladas y frías.
A bastantes que hoy tienen opinión muy elevada de sí mismos y se tienen por listos, maduros y preparados, les parece el Santo Rosario oración de tontos, cosa aburrida, cantinela sin alma. ¿Se pararían a pensar que hay casos en los que no se puede decir mejor lo archisabido, como pasa en las cosas que se comentan a diario los enamorados? Pero, si esas cosas se callaran, los que se aman notarían en su ausencia silenciosa que algo pasa; sí, que algo falta.