Santos: Pedro Damián, obispo y doctor; Maximiano y Severiano, Félix, Gundeberto, Paterio, Antimo, obispos; Zacarías, patriarca; Randoaldo, monje; Vérulo, Félix, Secundino, Saturnino, Fortunato, Siricio, Sérvulo, Claudio, Sabino y Máximo, Pedro Mavimeno, mártires; Leonor, reina; Irene y Vitaliana, vírgenes.
Las dos facetas de su vida, reformador del monacato occidental y legado político-religioso –de alta política internacional– de los papas, hicieron a Pedro Damián uno de los hombres más excepcionales del siglo XI con una influencia decisiva para poner orden en la maltrecha Iglesia de aquella hora. Al lado de san Romualdo, fundador de los camaldulenses, san Juan Gualberto, san Nilo y del monje Hildebrando –futuro Gregorio VII–, fue uno de los hombres más beneméritos e insignes.
San Juan de Lodi, su sucesor como abad y luego obispo de Gobbio, escribió su vida.
Pedro nació en Rávena en el año 1007 en una familia numerosa y pobre. Fue el hijo último; pronto quedó huérfano y al cargo de uno de sus hermanos mayores que lo trató con dureza extrema, casi como a un esclavo, teniéndolo descalzo y a medio cubrir con andrajos, encargado de cuidar de los animales de la granja. Visto en esa situación lo tomó otro hermano a su cuidado; era Damián, con corazón bueno; tan grande fue el cambio, que Pedro no olvidará el gesto y añadirá en adelante, como su segundo nombre, el de su hermano Damián.
Rávena, Faenza y Parma lo tuvieron como alumno. Sintió la llamada poderosa e irresistible a la vida de entrega a Dios, se dedicó al ayuno, a pasar vigilias en oración y a practicar esa mortificación que asusta. ¿Más? Abandonó el mundo y se retiró al monasterio de Fonte-Avellana –fundado por Landorfo, discípulo directo de san Romualdo– a buscar apartamiento absoluto entre los camaldulenses sin importarle renunciar a la cátedra de Parma. Se tomó tan a pecho la entrega que cayó enfermo y fue necesario mitigar el rigor de la penitencia y dedicarse más al estudio de la Sagrada Escritura. A la muerte de Landorfo lo eligieron abad. No dejó Regla escrita, pero sí quedó patente entre los monjes su espíritu: absoluto silencio, trabajo manual básico para vivir, mezcla de vida solitaria en celdas separadas y algunos actos comunes, mucha oración y abundante lectura espiritual. Fundó el monasterio de Nuestra Señora de Sitria y otros cuatro centros ermitaños más. El asceta, fundador y maestro de monjes, mantuvo durante este tiempo contacto epistolar con otros monasterios y con seglares; en sus cartas está siempre presente la misma cadencia: exaltación de la vida austera y penitente y la necesidad de corregir los vicios capitales que estaban haciendo estragos en la sociedad y en la Iglesia.
La segunda parte de su vida está llena de encargos y legaciones apostólicas; los papas recurren a él encomendándole asuntos que le llevaron a una actividad incesante para contribuir a mejorar la triste situación de la Iglesia del año 1044, después del tristemente célebre papado de Benedicto IX (1032-1044), cuando todo es una pandemia de simonía y concubinato.
En 1046, Pedro Damián asistió en Roma a la coronación de Enrique III, emperador del Sacro Imperio romano, que puso providencialmente término al actual estado de cosas. En 1047 está presente en el concilio de Letrán que promulgó ya varios decretos de reforma. Al regresar a Fonte-Avellana para recuperar su vida de penitencia y soledad es cuando se hace palpable la influencia de su espíritu y lo grande de su prestigio; escribió al papa Clemente II para que dé impulso a la reforma, y escribe su libro Gomorriano –recuerdo de Gomorra– o de los Incontinentes con el que anima a papas y dirigentes a poner remedio al mal.
El papa Esteban IX (1057-1058) lo nombró cardenal-obispo de Ostia (decano del sagrado colegio de cardenales) en 1057, a pesar de su resistencia; no tuvo el pobre Pedro Damián más remedio que ceder para no incurrir en la excomunión con que se le amenazó si osaba negarse una vez más. Prematuramente muere el papa y se van al traste las esperanzas de reforma. Hay un intento de renuncia y de refugiarse en Fonte-Avellana, pero el papa Nicolás II, en 1059, lo hace legado para Milán; allí se soporta desde hace tiempo una desesperada situación por la simonía y la lujuria de los clérigos; convocó un sínodo y llegó a restablecerse el orden, terminando con el escándalo.
El papa Alejandro III (1061-1070) aprovechó su celo y servicios extraordinarios. Pedro Damián sacó abundantes escritos –irónicos, iracundos, anatematizantes y apocalípticos– a la asamblea de Augsburgo para acabar con el cisma, porque hay antipapa.
Otra legación –acompañado ahora por Hugón de Cluny–, fue en 1063; debía intentar poner freno a Drogon, obispo de Maçon, y restablecer la justicia lesionada en la abadía de Bourgogne y otras cluniacenses como Limoges, San Marcial y Sauvigny.
Se vio obligado a intervenir ante el joven rey Enrique IV en defensa de los derechos pontificios.
No pretendía Pedro llevar una vida de incesante viajar. Pidió un descanso merecido al papa Alejandro II y que se le aceptara la renuncia a todas sus dignidades; pero Hildebrando –que era cardenal desde que Gregorio VI echó mano de él para que le apoyase en la necesaria reforma–, como sabe la calidad de Pedro Damián y conoce sus cualidades, le puso todas las dificultades posibles hasta llegar a amenazarle cariñosamente con «ponerle una penitencia de cien años» que el buen monje-obispo-cardenal-legado Pedro Damián acepta complacidísimo con tal de retirarse a Fonte-Avellana. Ya estaba harto de gestiones, concilios, reyes, contubernios eclesiásticos, cismas y –con todo respeto– de papas débiles.
¿Más servicios? En 1066 se le vio, por mandato de la Santa Sede, en Montecasino para solucionar el conflicto con los monjes de Vallehumbrosa. Se desplazó a Alemania porque Enrique IV intentaba su divorcio matrimonial y era preciso dejar claro –sin nefastas transigencias– ante el concilio los principios de moral cristiana. También fue preciso arrimar el hombro para reconciliar a su querida Rávena natal con el papa, lo hizo como legado, en 1072. Precisamente cuando iba a dar cuentas a Roma de esta última gestión se puso muy enfermo en Faenza, lo llevaron al monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles, donde murió el 21 de febrero de 1072.
Así, con sus escritos (Damián fue uno de los más prolíficos y elegantes escritores en latín del período medieval, y dejó un extenso cuerpo de textos teológicos escritos en varios géneros, sin que falten himnos que aún transmiten emoción y ternura, siendo el que propagó la costumbre de consagrar el sábado a la Virgen María –por todo ello León XII le declaró doctor de la Iglesia –) y gracias a su vida ejemplar pudo ser el precursor de la gran reforma llamada gregoriana por llevarla a término feliz el papa Gregorio vii –antiguo monje Hildebrando– desde que lo elevaron a la sede de Pedro en 1073.
Quien se hubiera hecho la idea de que el monje es un ser extraño, desconocedor de lo que pasa a su alrededor, un tanto ignorante, más bien con cara de bobo y espíritu bonachón, un ser pusilánime y apocado ante la dureza de los problemas que trae la vida, y que deja todo en manos de la Providencia mientras disfruta de la vida coloquial con Dios entre el murmullo del agua del riachuelo y el trino de los pájaros, se ha equivocado de plano. Sentir con la Iglesia y vivir en tensión de amor a Dios hace que las preocupaciones y males de los otros se sientan más crudamente y se esté dispuesto a poner con energía los medios necesarios para hacer triunfar el Reino de Dios, aunque cueste la misma vida. El eficaz Pedro Damián, monje como el más enamorado del monacato, sirvió a la Iglesia intentando dar solución a los más enrevesados problemas. Es palpable que la inmensa mayoría de sus contemporáneos seglares no hubieran podido ni siquiera arañar lo que él realizó, aunque ello le llevara a tener que fastidiarse sin poder disfrutar de la soledad que, por vocación, le hubiera gustado tener.