Santos: Romualdo, abad y fundador; Diosdado, Inocencio, obispos; Gervasio y Protasio, hermanos mártires; Andrés, Gaudencio, Culmacio, Ursicinio, Zósimo, Bruno, Bonifacio, Lamberto, mártires; Nazario, patriarca; Juliana de Falconeri, virgen y fundadora; Besarión, anacoreta; jesuitas mártires de China: Remigio Isoré y Modesto Andlauer, sacerdotes.
El triste estado de relajación y abandono en que la Iglesia está los siglos X y XI vieron surgir figuras aisladas que contribuyeron con la santidad de sus vidas y el testimonio explícito de su fe a poner orden y freno en aquel caos. Uno de ellos fue Romualdo.
Nació alrededor del año 950. Pertenecía a la familia de los Onesti, duques de Rávena. Se educó conforme a lo que pedía la situación noble de su familia y vivió la juventud bien pringado con los placeres que le podían proporcionar las desordenadas pasiones de los hombres. No obstante, parece que no le faltaron miradas más altas por encima de sus frivolidades; pero hasta que presenció un luctuoso hecho cercano a su sangre no reaccionó. El asunto fue un duelo entre Sergio, su padre, y un pariente; Romualdo hacía de testigo; murió el familiar y aquí empezaron los remordimientos y, por extensión, comenzó a sentir repugnancia por los negocios y las preocupaciones tan humanas.
Se retiró buscando paz al monasterio benedictino de Classe, en las proximidades de Rávena. Después de tres años penitentes, se hizo monje. Pero como se tomó en serio su nueva condición, aparecieron dificultades de convivencia insospechadas, porque su austeridad y fidelidad al espíritu era una permanente reprensión tácita para los monjes relajados. Tuvo que marcharse cerca de Venecia bajo la guía exigente y recia del solitario eremita Marino que le ayudó con su rudeza a echar raíces hondas en la búsqueda de la santidad; hasta el dux de Venecia –luego san Pedro Orseolo– llegó la fama de santidad y se les unió en la vida solitaria. Ya eran tres; se marcharon al monasterio de San Miguel de Cusan para entregarse a una mayor penitencia.
Treinta años de admirable ascetismo cristiano, y tres, con permiso del abad, retirado a un lugar solitario próximo a la abadía, donde practicó las más grandes austeridades, como no comer más que el domingo, y comida escasa. Fue el período de las grandes dificultades; soportó terribles tentaciones que versaban desde los mayores atractivos imaginables que pudiera ofrecer el mundo hasta las más viles de la carne y las ponzoñosas imaginaciones que pretenden llevarle al desaliento en el rumbo que ha tomado su vida. Los remedios aplicados fueron intensificar la oración y maltratar más su cuerpo.
Hacia el 999 volvió al monasterio de Classe, para continuar su vida de eremita en lugar cercano al monasterio; pero los monjes terminaron por azotarlo bárbaramente y le obligaron a retirarse. ¿Por qué? Un rico le dio una abultada limosna para que la repartiera entre los monjes pobres y Romualdo la repartió entre los de otros monasterios. Otón III, el emperador, quería a toda costa la reforma de aquellos frailes de Classe, consiguió que nombraran abad a Romualdo; Otón mismo fue en busca del famoso eremita, consiguiendo convencerlo. Pero, al cabo de dos años, su labor fue infructuosa y renunció a la dignidad, poniendo en manos del emperador el báculo, su insignia de abad.
En unas tierras que le dieron construyó un monasterio que se llamó Isla de Perea; allí comenzó un estilo nuevo de vida monacal, mixto entre soledad y obediencia. Se le unieron varios. Fue el primero de otros que se repartieron por Italia y en la Istria: Val de Castro, Sasso Ferrato cerca de Roma, Monte-Sitrio ya en el siglo XI, Monte-Amiato en Toscana, y Campo Maldoli que dará –Camaldoli– nombre a la obra que llevaba adelante con un estilo peculiar. Todos tenían la misma hechura: mitad vida eremítica y mitad vida cenobítica: celdas separadas para vivir en rigurosa soledad y silencio su oración y penitencia, pero manteniendo unidad entre ellos y vida de comunidad, con hábito blanco, y bajo la guía de un abad. Era la Orden de los Camaldulenses, aprobada definitivamente por Alejandro II, en 1072.
Obtuvo autorización del papa para predicar el evangelio en Hungría, pero no resultó.
Le calumniaron de mala manera y le llegaron a prohibir la celebración de la misa; hasta que a los seis meses, después de mucha penitencia, Dios mismo le mandó descubriera la verdad. En la celebración de la primera misa después del intervalo, tuvo un éxtasis.
Su vida ambulante, llena de milagros que procuraba atribuir a otros, terminó en el monasterio Val de Castro, en febrero de 1027. Por cierto, se retiró allí cuando la presentía cercana, porque desde veinte años antes conocía la fecha y los detalles, según había profetizado.
Su biógrafo más señalado, por quien se conocen detalles particulares de su vida, es el mismo san Pedro Damiano.