Santos: Sabas, abad; Anastasio, Consolata, Cristina, Galgano, confesores; Crispina, Dalmacio, Julio, Potamia, Félix, Grato, Aureliano, Sempronio, Anastasio, mártires; Gerardo, Gereboldo, Niceto, Juan, obispos; Baso, Dalmacio, Pelino, obispos y mártires; Colmán, Sigirano, abades; Sola, eremita; Luano, monje.
Su vida comienza en el año 439 al nacer en Mutalasca, en la Capadocia. Tuvieron que cuidarlo sus tíos maternos y paternos cuando los deberes militares requieren la presencia de su padre en Alejandría. Desde muy pequeño advierte los afanes desmedidos de los mayores que pelean entre sí por los beneficios que esperan conseguir de la administración de los bienes que a él pertenecen.
Es admitido en el monasterio de Flaviano donde recibe educación. Allí crece en ciencia y en virtud, conoce el estilo de vida de los monjes, se empapa de su modo de vivir que le embelesa y, al tener edad, pide la admisión en el monasterio con dieciocho años.
Con el permiso de su abad, en el 457, marcha a los Santos Lugares y conoce los desiertos de Palestina. Pasa el invierno en el monasterio de Pasarion. Se consolida en él el amor al silencio y a la austeridad y por ello pasa al monasterio de Eutimio, próximo a Jerusalén, y luego a otro dirigido por Teoctisto donde hay una estricta observancia y disciplina.
Su vida cobra verdadera dimensión de anacoreta en el apartamiento de todo y de todos en su gruta. Allí consume el tiempo con la oración abundante, la penitencia recia y el trabajo de hacer cestillos que lleva al monasterio cada sábado regresando con palmas para reanudar su trabajo. San Eutimio lo nombrará como «el joven viejo» para expresar en una frase su madurez y profundidad al tiempo que su ímpetu y fortaleza. Y lo conoce bien porque cada 14 de enero salen juntos al desierto de Rufan donde se dedican a una inclemente penitencia hasta el domingo de Ramos, considerando que este era el desierto donde Jesús vivió su cuarentena después de su bautismo en el Jordán.
Nota relajo en el monasterio de Teoctisto y marcha al desierto del Jordán donde en su cueva ha de luchar contra el demonio enrabietado que le declara una guerra sangrienta: visiones, fantasmas, aullidos e insultos que él combate con más oración y más penitencia.
Conocida su residencia y santidad acuden los fieles del lugar, con la intención de recibir instrucción y aprender de su penitencia. Es preciso entonces hacer cobertizos y bendecir un altar donde puedan decir Misa los presbíteros del lugar. Ni él se juzgó con suficiente virtud ni dignidad para ser sacerdote y afirmó que de ellas carecían algunos de sus discípulos. Esto le granjeó dificultades que llegaron en forma de denuncia por enfermizo escrupuloso y odiosa rigidez hasta Salustio, Patriarca de Jerusalén, que terminó por conferirle las Órdenes Sagradas delante de sus acusadores y dándoselo como superior.
Acuden a él fieles de todas partes; con frecuencia, también presbíteros y obispos. Corre por el mundo cristiano el nombre de Sabas.
Es la hora de hacer más monasterios. Se impone la construcción de un hospital donde puedan ser atendidos los peregrinos enfermos y, además, se precisa un amplio local independiente para formar debidamente a los novicios, separados de los viejos. Cada vez son más los que buscan su guía.
El Patriarca de Jerusalén lo nombra exarca de todos los monjes, eremitas y anacoretas del desierto.
Ya nonagenario, al final de su vida, ha de luchar contra la herejía en la Iglesia.
Además, el anciano, pobre y enjuto monje es recibido por el mismo emperador Justiniano a quien pide en conversación personal que se ocupe de propiciar la defensa de la ortodoxia, de la verdadera fe. Luego marcha a su cueva esperando el paso a la eternidad en el 531.
Fue uno de los santos más influyentes y significativos del anacoretismo en Oriente.