Santos: Dámaso I, papa; Eutiquio, Victorico, Fusciano, Trasón, Ponciano, Pretextato, Genaciano, Segundo, Zósimo, Pablo, Ciriaco, Genciano, mártires; Bársabas, presbítero y mártir; Sabino, Benjamín, Paulo, Fidel, Masona, obispos; Daniel estilita, monje; Martín de San Nicolás y Melchor de San Agustín, beatos, mártires de Japón.
Oriundo de raza goda y noble por su linaje, ingresa en el monasterio anexo a la Basílica de Santa Eulalia. Desde sus primeros años se distinguió por magníficas dotes y virtudes cristianas. El santo obispo fue famoso tanto en la Iglesia emeritense como en toda la historia visigoda. «Venerable entre los venerables; santo entre los santos; piadoso entre los piadosos; bueno entre los mejores; adornado de todos los carismas; ese es el Masona que sucede en la dignidad episcopal al dechado de virtudes que fue Fidel». Fidelísimo en su total entrega a Dios, amante de los hermanos, siempre suplicante por su pueblo; su nombre conocido por sus milagros se extendió por toda la tierra.
Su fama le acarreó las consabidas envidias humanas, entre ellas la del Rey Leovigildo y los obispos arrianos, llevándole hasta el destierro.
Se nos dan noticias sobre el “xenodochium” que funda tanto para cristianos como para judíos, de la conversión de Recaredo y de las fiestas de victoria del «duque Claudio».
Nos consta que el obispo Masona presidió el III Concilio de Toledo y, por testimonio de San Gregorio de Tours, intervino en la conversión de San Hermenegildo. Lleva a la Iglesia emeritense al cenit de su siglo de oro. Debió de morir en el reinado de Witerico.