Santos: Apolinar, obispo; Luciano, presbítero; Maximiano, Julián, Eugeniano, Arterio, Teófilo y Eladio, mártires; Severino, abad; Atico y Ciro, patriarcas; Paciente, Máximo, Erardo, Alberto, obispos; Severiana, abadesa; Jocundo, confesor; Gúdula, virgen.
Vivió y sufrió las alegrías y, sobre todo, los temores de la iglesia de su tiempo. En su época, el anticristo se llamaba Atila.
Se desconocen sus orígenes, familia, edad y lugar de nacimiento. La única fuente de conocimientos de su pintoresca vida es Vita Sancti Severini, escrita por su discípulo Eugipio.
Severino aparece en la provincia romana del Nórico –entre las actuales Baviera y Hungría– cuando esta región sufría conmovida las terribles embestidas de las invasiones de los pueblos bárbaros y se hace débil la resistencia de Roma. Son aluviones de gente extraña y de costumbres violentas que siembran desolación, ruina y matanzas. Era Asia que quería los tesoros, el poder, la ciencia y la influencia de la Europa culta. En este escenario de crueldad y miedo, Severino es el monje que lleva una vida pobre, sencilla, pacífica y casta. Y lo más admirable es que las hordas de los grupos guerreros no le impidieron el ejercicio de la predicación cristiana, ni la frenaron en la caridad.
El tono de su apostolado está marcado por la continua, exigente, repetitiva y apocalíptica llamada a la conversión y a la penitencia. Descubre y expone un nexo entre las calamidades presentes y la justicia vindicativa de Dios, en los estertores del corrompido Imperio.
A orillas del Danubio, la ciudad de Astura es la primera que escucha los tonos duros de su llamada a la conversión para desarmar la ira de Dios; luego es en Cumana, otra plaza fuerte; después, Fabiena. Por todas partes va diciendo que es preciso cambiar de vida para que no se produzca la ruina próxima inminente. En algunos casos, la insistencia del santo es inútil; cuando la gente sigue apegada a su vida, a sus vicios, a sus negocios y a sus cuentos, el mal anunciado y previsto se produce. Al vestirse de sayal, como en la antigua Nínive, presagiando conversión y penitencia, muestra poder hasta con los elementos: terremotos que ahuyentan ejércitos y deshielos que facilitan abastecer a ciudades hambrientas.
Deseoso de la soledad monacal, pasa la vida en olor de multitudes. Por aquellas llanuras heladas, se le ve con los pies descalzos, penitente, ayunando, consolando y sanando enfermos, siempre a cambio de conversión y penitencia; es respetado por romanos y por los bárbaros arrianos que ven en su figura a un santo de cuerpo entero. Y hasta funda monasterios.
Murió en su monasterio de Fabiena –la actual Instadt– el 8 de enero del año 482. Desde este año, los hielos del Danubio le echaron de menos.
Quizá los duros modos que adoptó para predicar el Evangelio estuvieron acordes con la dureza de los tiempos.