Santos: Telesforo, papa; Juan Neumann, Eufrasio, obispo; Teodoro, Onulfo, Onoberto, confesores; Simeón estilita, anacoreta; Amelia, Emiliana, Apolinaria, Sinclética, vírgenes; Amada, abadesa.
El extremo oriental del Mediterráneo está sembrado de anacoretas en el siglo V y VI El más conocido y popular de todos ellos es Simeón, llamado más tarde El Estilita. Nació en Sisán a finales del siglo IV entre los límites de Cilicia y Siria. Tiene cuando niño el común oficio de pastor. Es cristiano y su saber contiene lo poco que pudieron enseñarle sus padres. Una nevada le impide salir con el ganado y es la ocasión que Dios le propone; va a una iglesia ese día y el sacerdote –un anciano santo– está predicando las Bienaventuranzas que él no llega a comprender muy bien; pero pregunta para conocer su camino. Tiene unos catorce años; es buena edad para ser generoso.
Comienza una peregrinación por su vida a la búsqueda cada vez de austeridad más intensa, de penitencia, oración y dedicación a Dios.
En Tedela, hay una colonia de monjes. Allí entra. Le despiden pronto por demasiado penitente al descubrir la cuerda áspera que lleva enterrada en carne cuando intentan limpiar la sangre que mana de la herida; dijeron que podría ser un obstáculo para los jóvenes monjes cuando vieron lo desmesurado de su penitencia.
Ahora, un monte cercano y una cisterna seca son por cinco días el lugar de ayuno y penitencia.
Otro monte cercano al pueblo de Telaniso le brinda ocasión de penitencia en absoluta soledad y sin reservas en el año 412. Ha decidido otra santa locura: pasar la Cuaresma solo a pan y agua y tapiando su puerta con la aprobación de Baso, el sacerdote que dirige también a otros anacoretas.
Más penitencia cerca de Tedela con la búsqueda tan querida de soledad para la contemplación. Construye un muro, como una cerca que le facilite su clausura. Allí se ata un pie con cadena a una gran roca. Le visita alguna gente que conoce su santa existencia y va a verle Melecio, obispo de Antioquía, que le dice bastarle la inteligencia y que no debe atarse como las irracionales bestias.
Cunde la fama y los visitantes son ya muchos, cada vez más, próximos y de lejanas tierras. También los hay curiosos que disfrutan con el espectáculo extraño de un anacoreta. Le piden consejos, quieren oírle, dirime disputas, hay curaciones y hasta milagros. Le quieren tocar y llevarse un recuerdo como reliquia en vivo del anacoreta. Levanta el muro para aislarse, ya es una torre de diecisiete metros. El resto de su vida –treinta y siete años– los pasó en la columna, al cielo raso, con frío o calor con sol, lluvia o viento. De vivir en la columna le viene el nombre de estilita –columna es «stilos» en griego–. Poco dormía. Comía una vez por semana. Nada en cuaresma. Predica dos veces al día y el resto reza.
Su forma de vida causa estupor y admiración y hay hasta el temor de que no sea cierta. No obstante, es su compañero Teodoreto, con quien vivió como monje y le visitó en su columna, quien nos la cuenta. Tampoco en su tiempo dejó de sentirse su influencia. Obispos y emperadores piden su consejo y las resoluciones del concilio de Calcedonia se adoptan con su aportación. Incluso la herejía arriana fue combatida desde la columna.
Las piedras que sirvieron de base a la columna y los muros semiderruidos del monasterio que se edificó después de su muerte se conservan aún en el lugar solitario que los beduinos llaman hoy Kal’at Simân (castillo de Simeón).
Terminados los mártires ha comenzado una nueva época de testimonio. Los nuevos testigos son ahora los anacoretas. Una forma incomprensible para nuestro tiempo; falta el sincronismo necesario para entenderlo. Pero el conocimiento de Cristo, los millares de gentes convertidas, los pecadores arrepentidos, los animados a ser fieles, los consolados por la penitencia, los motivados a la oración y a la austeridad son un cocktail muy importante para despreciar o juzgar como improcedente esta forma de seguir a Cristo y de testimoniarle ante el mundo por el camino de la penitencia pública e integral.