Santos: Maximiliano Kolbe, presbítero y mártir, Patrono de los radioaficionados; Calixto, Marcelo, obispos y mártires; Eusebio, confesor; Betario, obispo; Eglón, Félix, Juniano, Marcelo, Rioveno, Ursicio, Demetrio, Tarsicio, mártires; Venenfrido, presbítero; Atanasia, viuda; Everardo, abad.
Murió mártir durante la persecución de Valeriano. Su figura de niño héroe cristiano ha servido de estímulo y ejemplo durante dieciocho siglos a las generaciones de bautizados desde que han ido despertando a la fe. Su generosidad en la ayuda al prójimo y su disposición al servicio, impregnado de un amor generoso a Jesucristo en la Eucaristía han ayudado a la fantasía de los creyentes posteriores a renovar su veneración al Santísimo Sacramento. También los mayores han aprendido de él a vivir con coherencia la fe eucarística y a vigorizar las actitudes de adoración y culto que secularmente han practicado los discípulos del Señor.
El relato de los hechos –con todos los rasgos de verosimilitud histórica– es así.
Los cristianos no podían vivir la fe con manifestaciones externas. No tenían derecho a expresar la jubilosa explosión de felicidad que tenían dentro por saberse hijos de Dios con un culto externo. Era preciso esconderse para alabar al único Dios verdadero como discípulos del Señor Jesucristo; por no disponer de locales amplios donde pudieran reunirse, lo hacían a la orilla del Tíber, en los cementerios. Galerías largas y muy entrecruzadas; de vez en cuando se ve una lámpara encendida donde recordaban que se encontraba el cadáver de un mártir, la lámpara era la señal. Ellos conocían bien los largos corredores y los múltiples vericuetos; allí, en un ensanchamiento han tenido el buen gusto de poner en la piedra alguna inscripción y la figura del Pastor cargando una oveja en sus hombros; más adelante, en otro lugar, puede verse en la roca algo que se parece a un cestillo lleno de panes y peces; son símbolos de una historia pasada que se hace viva cada domingo y da más vida, alegría y fuerza a los discípulos de Jesús. Ahora se ve una especie de sala espaciosa, agrandada por las galerías que en ella convergen, donde hay una mesa grande cubierta por manteles muy blancos, con unos cirios encendidos sobre unos candelabros de plata o, al menos, así lo parece.
Es un día especial. Sixto es el sacerdote; sí, lo nombraron como sucesor del pontífice Esteban al que habían matado los perseguidores. Todos cantan salmos, en medio de un gran silencio se leen algunos trozos del Evangelio y hace Sixto una sabia reflexión. El diácono Lorenzo pone pan y vino sobre la mesa y el anciano sacerdote comienza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar todos se dan el ósculo de la paz.
Poco antes de dispersarse hay un recuerdo para los encarcelados; son los confesores de la fe; no han querido renegar; aman a Jesús más que a sus vidas. Es conveniente rezar por ellos y ayudar a sus familiares en la tribulación. Es también preciso hacerles partícipes de los santos misterios para que le sirvan de fortaleza en la pasión y en los tormentos.
¿Quién puede y quiere afrontar el peligro? Hace falta un alma generosa. Todos quieren; lo piden con los ojos: ancianos, maduros, mujeres y muchachas jóvenes con el rostro cubierto con un velo. Delante del nuevo papa Sixto, un niño ha extendido la mano; hay cierta extrañeza en el sacerdote que parece no comprender tamaña decisión, a simple vista disparatada. «¿Y por qué no, Padre? Nadie sospechará con mis pocos años».
Jesús eucaristizado es envuelto en un fino lienzo y depositado en las manos del niño Tarsicio que solo tiene once años y es bien conocido en el grupo por su fe y su piedad; no se ha amilanado en la furia de la persecución por más que vio aquella noche cómo mataban al papa Esteban mientras hacía los misterios del Señor.
Por entre las alamedas del Tíber va como portador de Cristo, se sabe un sagrario vivo, es una sensación extraña en él –entre el gozo y el orgullo– que nunca había experimentado. Pasa, sin saludar, embelesado con su tesoro. Unos amigos le invitan a participar en el juego; Tarsicio rehúsa; ellos se le acercan; Tarsicio oprime el envoltorio; le hacen un cerco y llega la temida pregunta: «¿Qué llevas ahí? Queremos verlo». Aterrado quiere echar a correr, pero es tarde. Lo agarran y fuerzan a soltar el atadijo que cada vez agarra con más tesón y fuerza, lo zarandean y lo tiran al suelo, le dan pescozones y puntapiés pero no quiere por nada del mundo dejar al descubierto al Señor; entre las injurias y amenazas acompañadas de empellones y puños, Tarsicio sigue diciendo: «¡Jamás, jamás!». Uno de los que se han acercado al grupo del alboroto se hace cargo de la situación y dice: «Es un cristiano que lleva sortilegios a los presos». Pequeños y mayores emplean ahora, bajo excusa de la curiosidad, con furia y saña, palos y piedras.
Recogieron el cuerpo destrozado de Tarsicio y lo enterraron en la catacumba de Calixto.
Cuando pasó la persecución, el papa Dámaso mandó poner sobre su tumba estos versos:
«Queriendo a san Tarsicio almas brutales
de Cristo el sacramento arrebatar,
su tierna vida prefirió entregar
antes que los misterios celestiales».