Santos: Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia; Calixto, Diosdado o Deodato, Antioco, Severo, Sabino, Bruno de los rutenos, Osvaldo, Tamaro, obispos; Fortunata, Agileo, mártires; Aurelia, virgen; Tecla, abadesa; Leonardo, eremita; Gualtiero, abad; Teodorico, monje.
Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515 en Ávila (España). Después de la niñez pasada en la casa familiar entre juegos y la buena educación de una hidalga familia cristiana, llega a una adolescencia soñadora, amiga de la lectura de todo lo que caía en sus manos –preferentemente de libros de caballería– y con buenas dosis de coquetería. Si hay algo que no quiere ser es monja.
A los veinte años entra en el monasterio de la Encarnación de su ciudad natal con una ilusión desbordante; pero queda desencantada por la frivolidad de las monjas. Cuenta ella misma en el Libro de la vida que quiso compaginar la vida en religión con las frivolidades que no eran infrecuentes en los monasterios de aquella época. La vista de un Cristo sufriente –esa imagen que el vulgo llama Ecce Homo– la removió tanto por dentro que, rota en lágrimas, decide un radical y sincero cambio de vida y comienza a tomarse en serio la oración, esa actividad espiritual de la que dirá más tarde que «más que en pensar mucho consiste en amar mucho y saberse amada». Comienza a notar dentro de ella la fuerza de un volcán que le lleva a una entrega al Esposo sin condiciones.
Piensa en reformas –la que hoy se llama teresiana o descalza– que lleven a la Orden al rigor y fervor primitivo. Lo decidió en el 1562 por sugerencia del Señor. No habrá bienes materiales ni dotes, solo habrá confianza sin límites en la Providencia de Dios que está empeñado en que esa reforma se haga. Y ahora todo son trabas y dificultades ante la maravillosa aventura: no encuentra apoyo en las autoridades civiles, se le cierran las puertas de las eclesiásticas, los letrados no lo ven claro y algún que otro confesor desaconseja tamaño disparate; las monjas compañeras de convento ven en este deseo reformador una locura.
Su pensamiento pasó primero a deseo y luego llegó a decisión. Funda el «palomar» –así le gustaba a ella llamar a sus fundaciones en lenguaje coloquial– de San José en Ávila, luego vendrán los dieciséis de Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Vera, Palencia, Soria, Granada y Burgos. Así se comprende que se ganara el calificativo de «andariega» cuando los retorcidos caminos de arriba a abajo de España se le hicieran cortos por amor a pesar de que los pisara «sin blanca», mermada su poca salud y desparramando gracejo, humanidad y alegría hasta quedar proverbial su estilo en el pueblo y en sus escritos. De este modo pasaron veinte años de esta mujer organizadora, dotada de sentido común, tacto, inteligencia, coraje y buen humor en los que su alma va creciendo y madurando con la correspondencia a las gracias y dones extraordinarios que Dios le va concediendo. Y la reforma no se quedará en las monjas; se extenderá también a los varones carmelitas descalzos por medio de San Juan de la Cruz, con quien estrechamente colaboró.
A este impresionante trajín enérgico y dulce, tenaz y de un humor incomparable, se añade su enorme actividad literaria. Sus escritos, publicados después de su muerte, están considerados como una contribución única a la literatura mística y espiritual de todos los tiempos; constituyen también una obra maestra de la prosa española. Destacan: su autobiografía espiritual, Camino de perfección (1583), libro de consejos para las monjas de su orden; Castillo interior (1577), volumen más conocido por el título Las Moradas, que contiene una descripción elocuente de su vida contemplativa, y El libro de las fundaciones (1573-1582), un documento sobre los orígenes de las carmelitas descalzas. Sin contar sus numerosas poesías rebosantes de espiritualidad y sus cartas, de las que se conservan más de cuatrocientas.
Murió en Alba de Tormes al anochecer del día 14 de octubre de 1582.
El papa Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.
Mujer excepcionalmente grande purificó la vida religiosa española de principios del siglo XVI y contribuyó a fortalecer las reformas de la Iglesia católica desde dentro, en un período en que el protestantismo se extendía por toda Europa. Hoy mismo se gana con su grandísima humildad la simpatía de todos los que la conocen a través de sus obras. Vivió –tanto en éxtasis como entre pucheros– la naturalidad sobrenatural; sí, eso que a primera vista parece paradójico.