Santos: Tomás de Villanueva, Claro, Pinito, Paulino, Cerbonio, obispos; Eulampio y Eulampia, Venancio, Daniel, Samuel, Ángel, León, Nicolás, Hugolino, Gereón, Alderico, Basian, Víctor, Casio, Florencio, Eusebio, Heraclio, Dionisio, Septimio, Septimia, Segunda, Ealsa, mártires; Teófilo, monje; Telquilda, virgen; Zacarías, Nuncio, confesores.
Se gritó con furia por la reforma que era más necesaria que comer. Y se clamaba por ella desde hacía ya mucho tiempo. Unos decían que «in membris», otros que «in capite», los osados que «in capite et in membris». Palabras, palabras o cuento con poca decisión para dar remedio. La Iglesia se rompía, papas y príncipes no estaban de acuerdo. Trabas, retrasos y tapujos iban haciendo gran mal. Un agustino, Lutero, se lanzó por su cuenta a la Reforma; rompió con lo divino apoyado en lo humano, y quiso cambiar lo de fuera sin mudar lo de dentro. Otro agustino, de origen manchego como Don Quijote pero no idealista quimérico, salió decidido a los caminos para ser fiel a la Iglesia, reformarse a sí mismo primero y después a los demás. Su actitud contribuyó a frenar al desenfreno.
Cuando era pequeño solía desprenderse de sus pocos dineros, de las copiosas meriendas y de los buenos vestidos para dárselos a los pobres. Como no cambió, sino que mejoró con los años, se murió siendo arzobispo de Valencia y, con la presteza propia de quien sabe que tiene poco tiempo, impuso a sus colaboradores próximos la entrega de todos los bienes que le pertenecían y los del obispado a los pobres. Hasta la propia cama en la que reposaba en aquel momento la regaló a un criado que le atendía. Le caía bien el apelativo «limosnero». Murió en 1555.
Nació en 1486 en Fuenllana. Era hijo de uno de los molineros de Villanueva de los Infantes. En su familia, no había muchos bienes, pero trabajo no faltaba y se ganaba lo necesario para no pasar apuros, porque quien no pagaba con dinero lo hacía en especie con el porcentaje acordado por la molienda. Así que en su casa aprendió a compartir lo que tenía con los que pasaban hambre y allí le enseñaron a ser generoso con los necesitados.
Se formó en la universidad de Alcalá, donde llegó a ser maestro insigne, por su vasta competencia de las ciencias humanas y sagradas. Se hizo agustino en el 1516 en Salamanca, donde aquel fraile parecía aprender entre los muchos estudios, más que lecciones de ciencia, caridad. Y en ese saber hizo su especialidad. Pasa su tiempo dedicado al estudio serio, hondo y continuo y a poner máximo cuidado en la Liturgia, que ello era el modo de tratar a Dios.
Fue prior de Salamanca, Burgos y Valladolid donde el mismo Carlos V –el emperador intentó tomarlo como consejero– y su Corte lo escucharon con agrado porque sabían bien que de su boca salía lo que vivía, por creérselo.
Lo hicieron Provincial en Castilla y Andalucía.
También lo nombraron para Visitador de sus hermanos.Su obra escrita son voluminosos libros con sermones aprendidos del padre Agustín, san Bernardo y santo Tomás.
Nombrado casi a la fuerza arzobispo de Valencia, entra a tomar posesión de su sede el primero de enero de 1545. Allí lo vieron pobre hasta en el vestido que él mismo quería coser y zurcir cuando lo necesitaba. Dijo «soy pastor y me debo a mis súbditos» y aquello, más que una frase hermosa o un proyecto utópico, fue real. Si el clero bajo estaba deshecho, él visitó todas las parroquias, cosa poco frecuente, y donde detectó la presencia de abusos puso el remedio de la corrección con seriedad, dulce e inflexible. Como las cosas iban de mal en peor y el pueblo había perdido el norte por la ignorancia y el descuido, resulta un predicador de fuego, pero sobrio, ajustado, exigente a la hora de formar, aconsejar y animar. Visitó las cárceles y los hospitales donde estaban los miembros sufrientes de su comunidad.
Las fuentes de nutrición y referencia para el obispo de Valencia son las de siempre: profunda y sincera piedad que le lleva a la oración continua, buscando el trato asiduo con Jesucristo, la Virgen María, y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.
Fundó un seminario, atendió a las familias menesterosas, se ocupó de expósitos y de huérfanos, sacó adelante un hospital bien dotado de medios con material, médicos y cirujanos, ayudó a jóvenes casaderas contribuyendo a formar la dote… ¿para qué quería él los ducados? La casa del obispo está abierta al pobre, aunque haya muchos y acudan por cientos. Él es el tesorero de sus rentas, los dueños de ellas son los pobres.
Su reforma fue a la contra de la que pretendía su hermano de religión: Optó por la fidelidad a la Iglesia, con una caridad sin límites, con una enorme exigencia personal. Se cuenta de él la anécdota que mejor retrata el modo de proceder del agustino Tomás, el anti-Lutero, al toparse con los que se rebelaban contra la Iglesia. Se encerró con ellos en su despacho de arzobispo y, comenzando a azotarse las espaldas ante un crucifijo, les decía: «Hermanos, mis pecados tienen la culpa de todo, es justo que sea yo quien sufra el castigo».
Las otras opciones con respecto al desprendimiento de los bienes materiales y la entrega que de ellos hizo a los pobres fueron propias de fraile santo y tan generosa que llegó hasta su mismísima destrucción. Repartió los bienes propios –con los que, claro está, podía hacer lo que quisiera– y los del obispado –que solo le correspondía administrar, no enajenar–. ¿Qué comería el obispo que le sucedió cuando se encontró con la despensa vacía? Si acertó o no Dios lo sabe. Optó por los pobres y eso es cosa buena, ¿verdad? Fue canonizado el año 1658.
El «rico» y el «pobre» no siempre coinciden con el que tiene y con el que carece; hay casos en los que quien tiene es pobre por su alma y el que carece es rico por su ambición. Mirar el uso de lo que hay y la actitud ante lo que se carece puede ser la buena clave para entrar en el Reino; porque, a la postre, solo lo tendrán los pobres.