Santos: Vicente Ferrer, presbítero; Claudiano, Alberto de Montecorvino, confesores; Zenón, Dídimo, mártires; Catalina Tomás, Juliana de Cornillón, vírgenes; Gerardo, abad.
La crítica se esfuerza en cada milagro que hizo por rebajar la cota sobrenatural, porque en algunos de ellos tiene toda la razón, bien para negar su condición sobrenatural, o bien para certificar que lo contado como prodigioso no pasa de adorno para ensalzar la figura de Vicente Ferrer. El caso es que se le presenta como taumaturgo que disfruta despilfarrando milagros.
Nació en Valencia, el 23 de enero de 1350.
El ocaso de la Edad Media fue un tiempo que no facilitaba el camino de la santidad. La peste de 1348 había desolado los conventos –en la provincia de los dominicos en Aragón murieron 510 religiosos de un total de 640– con las repercusiones que esto traía a la hora de mantener la economía, las actividades que los frailes desarrollaban y la misma observancia de las reglas de vida conventual. En el 1378, se desgarra la Iglesia con el terrible Cisma de Occidente que debilita más la ya débil y flaca situación de los monasterios, y el consiguiente deterioro de la piedad y vida cristiana del pueblo. Y por si fuera poco, soplan ya los vientos del Renacimiento, trayendo las modas de la paganización con la contemplación y vuelta al mundo antiguo. En este marco nace, vive y se santifica el santo de hoy.
Vicente fue hijo del notario Guillermo Ferrer, que tenía la casa cercana al convento de Predicadores o dominicos que había donado Don Jaime el Conquistador al poco de haber reconquistado las tierras valencianas. No es extraño que quisiera hacerse dominico. Recibió el Orden Sacerdotal en 1374. Alternó estudios y enseñanzas en Valencia, Lérida, Barcelona y Toulouse. Se hizo experto en hebreo y en conocimientos bíblicos haciendo propio el esfuerzo de su Orden por mantener y recuperar con muchas dificultades el ámbito intelectual que le debía caracterizar. A Vicente le tocó escribir, predicar, aconsejar e intervenir en grandes y graves problemas públicos.
Al declararse nula la elección del papa romano Urbano VI, aquellos cardenales eligieron papa en Avignon a Clemente VII. Se dividió el pastoreo y la obediencia en la Cristiandad; Vicente siempre reconoció, obedeció y defendió al papa de Avignon. Ayudó al cardenal Pedro de Luna para atraer a la obediencia al papa francés los cuatro reinos de España –al rey Pedro el Ceremonioso de Aragón escribió De moderno ecclesiae schismate–. Cuando fue elegido papa el español Pedro de Luna con el nombre de Benedicto XIII, fue además su consejero. Es en esta época precisamente cuando tiene una visión en la que se le manda desde el Cielo que se dedique a predicar el Evangelio y no lo dudó un instante a pesar de la resistencia de Benedicto XIII a dejarle marchar. Para poner fin al Cisma contra el que peleó siempre, y para poner freno al desmoronamiento vertiginoso de la desgarrada Iglesia consiguió obtener la promesa de renuncia a la sede del papa español, e influyó en el sínodo de Constanza (1417) que eligió a Martín V, al que prestó obediencia toda la Cristiandad.
Este es el período de sus grandes predicaciones por Francia, España, Italia, Suiza, Alemania y quizá también por Bélgica. Con su sabiduría y elocuencia abrasa e ilumina las cabezas de sus oyentes. Los templos resultan excesivamente pequeños para abarrotarse con la gente que quiere escucharle; hay que recurrir a las plazas, porque el auditorio se cuenta por miles. Aquí se arreglaron muchas enemistades, se solucionaron bastantes pleitos, se concedieron perdones y se necesitaba una buena fila de confesores después de sus sermones –que podían durar de dos a seis horas– para que pudieran ser oídas las confesiones de los que solicitaban la misericordia de Dios por sus pecados. Vicente llevaba a Dios ayudado por el profundo dominio de la Sagrada Escritura, por sus conocimientos patrísticos y jurídicos; pero la Cofradía de los flagelantes que fundó para que hiciera penitencia con disciplinas públicas hasta el derramamiento de sangre, ayudaba a mover a la conversión a los que disfrutaban de piel más dura y resistían también más a la gracia.
Y los éxitos apostólicos entre cristianos, judíos y moros no venían solo porque tuviera una vivísima fuerza expresiva, ni porque, además, poseyera los dones de profecía y el de lenguas, sino porque hablaba con convicción, y porque dormía cinco horas diarias en un jergón de paja o sobre un manojo de sarmientos.
Murió el 5 de abril de 1419, en Vannes. Y si los milagros realizados en vida fueron muchos, más cuenta el número de los realizados después de su muerte.
Vicente intervino en el 1412 en el compromiso de Caspe para dar solución el problema de la sucesión de la Corona de Aragón y elegir al infante Don Fernando de Castilla. En esto no estuvo tan acertado; después de esta resolución, que indudablemente fue con la mejor de las intenciones, se suscitaron toda clase de tensiones y odios.
¿No hubiera sido mejor no haberse metido en política?